Capítulo XXV. Lo que se dice entre líneas

La reunión comenzaba a disolverse entre comentarios finales y miradas que buscaban la salida. Algunos asistentes se levantaban, otros recogían sus notas. Pero Javier Vega no se movió. Tampoco Sofía.

—¿Podemos hablar un momento? —preguntó él, con esa voz que no necesitaba elevarse para hacerse escuchar.

Sofía dudó apenas, pero asintió.
Renata le lanzó una mirada cómplice desde el otro extremo de la sala, con una sonrisa que decía hazlo.
Gabriel, en cambio, se quedó en su sitio, fingiendo revisar documentos que ya había leído tres veces.

Javier se acercó con calma, sin prisa.
—No quería que se perdiera entre formalidades —dijo—. Lo que escribiste en los márgenes… no fue solo edición. Fue lectura profunda. Y eso no se encuentra fácil.

Sofía se acomodó el cabello detrás de la oreja, gesto que solo hacía cuando estaba nerviosa.
—Gracias. A veces escribo cosas que no sé si deberían quedarse. Pero esa frase… me salió sin pensar.

—Eso es lo mejor —respondió él—. Lo que se dice sin pensar suele venir de donde más duele. O de donde más verdad hay.

Sofía lo miró. Ya no con timidez, sino con una curiosidad que empezaba a sentirse segura.
—¿Por qué te interesó tanto esa nota?

Javier la sostuvo con la mirada.
—Porque es la única que no corrige. Solo revela.

Ella bajó la vista, sonriendo.
—Nunca pensé que el autor leería mis anotaciones.

—Nunca pensé que alguien las escribiría con tanta honestidad.

La señora Altamirano los observaba desde su silla, con una expresión de satisfacción que no intentaba ocultar. Renata, a su lado, le susurró:
—Sofía nunca habla así con nadie. Esto… esto es nuevo.

Gabriel los miraba sin moverse. Cada palabra entre ellos era una herida que no podía cerrar.
Cada gesto, cada sonrisa, cada silencio compartido lo empujaba más hacia el borde.
Pero no podía decir nada. No sin revelar lo que había sido. Lo que aún era.

Javier se inclinó apenas hacia Sofía.
—¿Te gustaría que habláramos más sobre el capítulo siete? No como editora. Como lectora. Como mujer.

Sofía sintió un escalofrío. No por miedo. Por reconocimiento.
—Sí —dijo, con una voz que ya no temblaba—. Me gustaría.

Y en ese instante, supo que algo había cambiado.
No era solo la forma en que Javier la miraba. Era la forma en que ella se permitía responder.
Con curiosidad. Con apertura. Con una vulnerabilidad que no dolía.

—¿Tienes unos minutos? —preguntó él, con esa calma que parecía envolverlo todo.

Sofía asintió.
—Claro. Podemos ir a mi oficina.

Se levantaron juntos, sin prisa, sin explicaciones.
Y aunque no dijeron nada más, todos los presentes entendieron que esa conversación no era parte del protocolo.

Renata los siguió con la mirada, los ojos brillando de entusiasmo.
La señora Altamirano sonrió con discreción, cruzando las manos sobre la mesa.
—Qué maravilla que se entiendan tan bien. Sofía tiene una sensibilidad especial, y Javier… bueno, no suele mostrar interés tan abiertamente.

Renata se inclinó hacia Gabriel, que seguía fingiendo concentración en sus notas.
—¿Viste cómo la mira? —susurró, sin disimular el tono—. No es solo profesional. Eso va más allá.

Gabriel no levantó la vista.
—Es natural que se genere afinidad entre autor y editora —respondió, con una cortesía que no lograba ocultar la tensión en su mandíbula.

Renata lo observó un segundo más, como si quisiera decir algo, pero se contuvo. Sabía demasiado. Sabía lo que había pasado entre Sofía y Gabriel.

Mientras tanto, Sofía y Javier caminaban por el pasillo en silencio. Al llegar a la oficina, Sofía abrió la puerta y lo invitó a pasar. Javier entró con la misma elegancia serena que lo caracterizaba, pero esta vez había algo más en su mirada.

—Gracias por esto —dijo él, mientras se sentaba frente a su escritorio—. No suelo pedir espacios así. Pero contigo… no quise dejarlo pasar.

Sofía se sentó también, aún con el corazón acelerado, pero ya sin miedo.
—Me alegra que lo hicieras.

Y entonces, por primera vez, se sintió vista.
No como editora.
Como mujer.
Y quizás, también, en algo más.