Javier se acomoda frente al escritorio, sin invadir el espacio. Sus movimientos son tranquilos, casi meditativos. Sofía se sienta también, pero mantiene cierta distancia. No física. Emocional.
—Tu forma de leer… tiene algo distinto. No solo corriges. Escuchas lo que el texto no dice —dice Javier, mientras observa los papeles sobre el escritorio.
—A veces lo que no se dice es lo que más importa.
—¿Y tú? ¿Lees también lo que no quieres ver?
Ella baja la mirada. No por timidez. Por memoria.
—Depende. Hay cosas que prefiero dejar entre líneas.
Un silencio se forma entre ellos, pero no es incómodo. Más bien, es un espacio que prepara el entendimiento.
—¿Por qué te interesó tanto esa nota en el capítulo siete? —pregunta Sofía, con un poco de recelo, aunque le inquieta saber la respuesta.
—Porque no parecía escrita para mí. Parecía más bien dirigida a alguien más. Tal vez —hace una pausa— para ti.
Sofía lo observa. Sin querer, su corazón se acelera. ¿Acaso, sin darse cuenta, podría haber dejado algo tan íntimo de ella escrito en aquel borrador?
—¿Eso crees? No suelo escribir desde mí. No últimamente.
—¿Y eso… tiene que ver con lo que callas?
Sofía no responde. Se acomoda el cabello detrás de la oreja. Gesto automático. Gesto que, sin querer, la hace vulnerable.
—No quiero incomodarte. Solo… me llamó la atención tu tristeza. No por lo que dijiste. Por cómo lo dijiste.
Ella lo mira. No hay defensa. Solo una barrera que aún no se puede cruzar.
—Estoy aprendiendo a no hablar de todo. A veces el silencio protege más que las palabras.
—Y a veces las palabras protegen del silencio.
Ella sonríe. Apenas. Pero suficiente.
—Gracias.
—¿Por?
—Por no preguntar de más.
—Gracias a ti por responder lo que no pregunté.
Una sonrisa cómplice se dibuja en los labios de ambos. Y Sofía siente que, de alguna manera, aquel extraño frente a su escritorio sabe más de ella por una frase escrita al margen de una hoja que muchas de las personas con las que ha convivido a diario.
Mientras tanto, Gabriel está de pie junto a la puerta, sin moverse. Fingiendo revisar su teléfono. Fingiendo que no escucha.
Pero escucha.
Cada palabra entre ellos le llega como un eco que no puede detener. Cada pausa, cada tono, cada gesto que imagina detrás de la madera lo empuja más hacia el borde.
No puede entrar. No puede interrumpir. No sin revelar lo que fue. Lo que aún es.
Y lo que está perdiendo.
La frustración no hace más que crecer en su interior, incapaz de moverse del sitio donde está. Quisiera abrir la puerta de golpe y detener en seco aquella conversación que le recuerda los primeros encuentros con Sofía, cuando ella desvelaba su alma ante él.
La tarde se ha deslizado sin que ninguno lo note. Afuera, el sol ya no entra por la ventana; en su lugar, la penumbra comienza a dibujar sombras largas sobre el escritorio. La lámpara de escritorio es la única luz encendida, creando un pequeño refugio dorado entre ellos.
Sofía hojea el manuscrito con lentitud, como si buscara algo que no quiere encontrar. Javier la observa en silencio, los codos apoyados en las rodillas, las manos entrelazadas. No ha hecho preguntas en un buen rato. Solo ha escuchado.
—No quería quitarte tanto tiempo —dice Javier, mirando su reloj con una sonrisa leve.
—¿Ya es tan tarde? —responde Sofía, sorprendida.
—Parece que sí. Pero no me arrepiento.
Ella cierra el manuscrito con cuidado, como si no quisiera hacer ruido. Como si el gesto mismo fuera una despedida.
—Yo tampoco.
Se miran. No hay promesas. Solo una pausa que se alarga, como si ninguno supiera cómo romperla sin romper también lo que se ha construido.
—Gracias por este espacio. Por tu tiempo. Y por tu forma de leer… incluso cuando no quieres decirlo todo.
—Gracias por no presionar. A veces eso es lo que más se agradece —dice Sofía, ya de pie, con una sonrisa que no llega del todo a los ojos.
—A veces el silencio también dice “confío en ti”.
Ella asiente, sin palabras. Lo acompaña hasta la puerta.
Gabriel sigue allí, de pie, fingiendo revisar su teléfono. Cuando escucha el clic de la cerradura, se aparta apenas, lo justo para no ser visto. Pero no lo suficiente para no mirar.
La puerta se abre. Javier sale primero, con esa calma que lo envuelve siempre. Sofía lo sigue, deteniéndose en el umbral.
—Nos vemos mañana —dice él, mirándola una última vez.
—Hasta mañana.
Él se aleja por el pasillo. No se vuelve. Pero su paso es más lento de lo habitual.
Sofía se queda un momento en la puerta, observando cómo se aleja. Luego entra de nuevo y cierra con suavidad.
Gabriel, desde su rincón en la sombra, aprieta los labios. No ha escuchado todo, pero ha sentido suficiente. No ha habido confesiones, ni promesas, ni caricias. Pero lo que ha ocurrido entre ellos pesa más que cualquier palabra.
Y él lo sabe.