Sofía cierra la puerta con suavidad. El clic de la cerradura parece más fuerte ahora que está sola. Se apoya contra la madera unos segundos, como si necesitara sostenerse en algo que no se ve.
La lámpara sigue encendida. La luz cálida baña el escritorio, pero el resto de la habitación está envuelto en sombras. Afuera, el pasillo está vacío. Gabriel ya no está.
Sofía camina lentamente hacia su silla. Se sienta. No toca el manuscrito. No revisa notas. Solo se queda quieta.
Piensa.
En la forma en que Javier la miró. En cómo no preguntó, pero entendió. En cómo sus palabras no invadieron, pero dejaron huella.
Y también piensa en Gabriel. En cómo lo sintió cerca, aunque no lo vio. En cómo su silencio pesa distinto. Más denso. Más antiguo.
Se lleva una mano al pecho, como si quisiera calmar algo que no sabe nombrar. No es dolor. No es deseo. Es una mezcla que aún no se puede separar.
—¿Qué estoy haciendo?- dice para sí misma.
No hay respuesta. Solo el zumbido lejano de la ciudad y el eco de una conversación que no fue parte del protocolo.
Se levanta. Apaga la lámpara. La oficina queda en penumbra.
Antes de salir, se detiene frente al manuscrito. Lo acaricia con la yema de los dedos. Luego toma una hoja suelta y escribe una frase en el margen.
“A veces lo que se revela no necesita explicación.”
La deja allí. No para Javier. Para ella.
Y se va.
Sofía sale del edificio con paso firme, pero el corazón aún agitado. La conversación con Javier sigue resonando en su mente, como una melodía que no termina de apagarse. El aire nocturno le acaricia el rostro, y por un momento, cree que podrá irse sin más.
Pero al llegar a la puerta principal, lo ve.
Gabriel.
De pie junto a la entrada, apoyado contra la pared, como si llevara horas esperándola. El teléfono en la mano, la mirada fija en ella. No sonríe. No habla. Solo la observa.
Sofía se detiene un segundo. Luego intenta seguir de largo, sin mirarlo.
—Sofía —dice él, con voz baja, pero firme.
Ella no responde. Acelera el paso.
Gabriel se interpone, sin agresividad, pero con decisión.
—Por favor. Solo un momento.
Sofía lo mira. Hay cansancio en sus ojos. Y algo más. Algo que no quiere volver a sentir.
—No, Gabriel. No ahora.
—Necesito hablar contigo.
—Yo no —responde ella, sin levantar la voz—. No estoy lista. No después de lo que hiciste.
Gabriel baja la mirada. Aprieta el teléfono entre los dedos.
—Lo sé. Pero no puedo seguir sin decirte lo que siento.
Sofía da un paso atrás.
—No es el momento. Ni el lugar.
—¿Y cuándo será? —pregunta él, con un tono que mezcla desesperación y culpa—. ¿Cuándo vas a dejarme explicarte?
—Cuando deje de doler —responde ella, con una frialdad que le cuesta sostener—. Cuando pueda mirarte sin recordar esa llamada.
Gabriel cierra los ojos. El silencio entre ellos se vuelve denso. Sofía intenta rodearlo, pero él la detiene con una mano suave en el brazo.
—Solo escúchame…
Ella se gira, dispuesta a apartarlo, pero en ese instante, él la besa.
No hay violencia. No hay fuerza. Solo un impulso que nace del deseo, del arrepentimiento, de la memoria compartida.
Sofía se queda quieta. Por un segundo, no reacciona. El cuerpo recuerda lo que el alma quiere olvidar. Y aunque sus manos intentan empujarlo, algo en ella se deja llevar.
Pero entonces, como un relámpago, la imagen vuelve.
La llamada.
La voz de aquella mujer.
La certeza.
La traición.
Sofía abre los ojos. Lo empuja con fuerza, como si necesitara arrancarse algo de encima.
—¡No! —dice, con una voz que ya no tiembla.
Gabriel retrocede, sorprendido.
—Sofía…
—No vuelvas a hacer eso. No sin mi permiso. No sin mi voluntad.
Él intenta hablar, pero ella lo interrumpe.
—No soy la misma. No después de ti. Y no después de ella.
Gabriel baja la mirada. No hay defensa. No hay excusa.
Sofía se aleja, sin mirar atrás. El paso firme. El corazón latiendo con furia. La boca aún temblando. Pero la decisión tomada.
Y Gabriel se queda allí, solo, con el sabor de un beso que no fue redención. Más bien parecia una despedida.