Interior del apartamento de Sofía. Noche.
La ciudad murmura detrás de los ventanales, pero adentro todo está en silencio. Sofía se ha quitado los zapatos, ha dejado el bolso sobre la mesa, y ahora camina descalza por el departamento como si buscara algo que no sabe nombrar.
Se sirve una copa de vino, pero no la bebe. Se sienta en el sofá, con las piernas recogidas, la mirada perdida en el vacío. El manuscrito de Javier está sobre la mesa, junto a sus notas. No lo toca. No aún.
En la conversación con Javier. En su voz pausada, en la forma en que la miraba sin invadirla. En cómo cada palabra parecía abrir una puerta que ella no sabía que estaba cerrada.
—¿Qué fue eso?
No lo sabe. No fue coqueteo. No fue confesión. Pero algo se movió dentro de ella. Algo que no se parece a lo que sintió antes. Algo que no se parece a Gabriel.
Y entonces lo recuerda.
El beso.
La salida del edificio.
La mano en su brazo.
Los labios que conocía.
El cuerpo que había sido suyo.
Por un instante, se dejó llevar. Por la memoria. Por el deseo. Por la costumbre.
Pero no fue lo mismo.
No hubo vértigo. No hubo fuego. Solo un eco de lo que fue. Y luego, la imagen de aquella llamada. La voz de la esposa. La certeza que rompió todo.
Sofía se lleva la mano a los labios, como si aún pudiera sentirlos. Pero no hay temblor. No hay nostalgia. Solo una pregunta que se repite:
¿Por qué no dolió?
Y entonces, sin querer, piensa en Javier. En cómo su cuerpo reaccionó al estar cerca. En cómo una frase suya le hizo latir el corazón más rápido que aquel beso.
—No fue el beso. Fue la conversación- dijo susurrando
Se pone de pie. Camina hacia el escritorio. Toma una hoja en blanco. Escribe una frase sin pensarlo:
“Lo que me estremeció no fue el contacto. Fue el entendimiento.”
La deja sobre el manuscrito. No para Javier. Para ella.
Apaga la luz. Se queda en penumbra. Y por primera vez en mucho tiempo, no se siente sola. Se siente en tránsito.