Después del punto final

Capítulo XXXI. Lo que se abre sin tocar

Sofía está de pie frente al espejo. No se arregla como quien quiere gustar. Se arregla como quien quiere sentirse presente. Elige una blusa sencilla, pero elegante. Se recoge el cabello con suavidad. El maquillaje es leve, casi imperceptible. No quiere parecer otra. Quiere parecer ella.

Mientras se pone los pendientes, respira hondo. No es ansiedad. Es expectativa. Una mezcla de curiosidad y cautela. No sabe qué va a pasar, pero sabe que quiere estar ahí. Con él. Fuera del protocolo.

Toma su bolso. Revisa dos veces la dirección que Javier le envió. Sale.

Javier la espera en la puerta. No con flores. No con gestos grandilocuentes. Solo con una sonrisa tranquila y una camisa remangada que lo hace parecer más cercano. Más real.

—Hola —dice él, abriendo la puerta.

—Hola —responde Sofía, con una sonrisa que no necesita explicación.

Entran.

El lugar es cálido. Libros en las estanterías. Luz tenue. Una taza olvidada sobre la mesa. Sofía se siente cómoda. No por el espacio. Por la energía.

—¿Te gustaría té, café, vino? —pregunta Javier, mientras se dirige a la cocina.

—Té está bien —responde ella, dejando el bolso en una silla.

Se sientan en el sofá. No hay distancia incómoda. Pero tampoco cercanía forzada. Solo una pausa que se llena de miradas y palabras que empiezan a fluir.

—Gracias por venir —dice Javier—. No sabía si aceptarías.

—Yo tampoco sabía si debía —responde Sofía—. Pero lo hice. Porque quería entender lo que me pasa cuando estoy contigo.

Javier la observa. No interrumpe. No interpreta. Solo escucha.

—¿Y qué te pasa? —pregunta, con voz suave.

Sofía sonríe.
—No lo sé del todo. Pero siento que puedo hablar contigo sin miedo. Y eso… no me ha pasado muchas veces.

Javier asiente.
—Yo también siento algo. No sé si es conexión, curiosidad, o algo que aún no tiene nombre. Pero me alegra que estés aquí.

Se miran. No hay promesas. No hay urgencias. Solo una confianza que empieza a construirse. No por el tiempo. Por la verdad.

Sofía toma la taza entre las manos.
—No quiero correr. No quiero repetir lo que viví antes. Esta vez… quiero ir despacio. Saber quién eres. Saber quién soy contigo.

Javier sonríe.
—Entonces vamos despacio. Pero no nos detengamos.

Ella asiente. Y en ese gesto, se abre una puerta que no necesita cerradura.

La conversación ha fluido con naturalidad. El té se ha enfriado en las tazas, pero ninguno lo nota. Están sentados en el sofá, más cerca que al principio, pero sin tocarse. La cercanía no se mide en centímetros. Se mide en lo que se atreven a decir.

Javier mirándola con suavidad
—Antes dijiste que no querías repetir lo que viviste. ¿A qué te referías?

Sofía baja la mirada. No por vergüenza. Por respeto a lo que está a punto de compartir.

—Estuve con alguien. Al principio todo parecía bien. Había pasión, complicidad… o eso creía. Pero con el tiempo, empecé a sentir que algo no encajaba. Que yo estaba dando más de lo que recibía. Que había partes de mí que él no quería ver.

Javier escucha sin interrumpir. Su expresión no cambia, pero sus ojos se vuelven más atentos.

—Y luego —continúa Sofía—, descubrí que no era solo eso. Que había otra persona. Que mientras yo trataba de sostener lo nuestro, él ni siquera se habia atrevido a soltar su pasado. Me sentí traicionada. Pero más que eso… me sentí invisible.

Hace una pausa. Respira hondo.

—No quiero volver a eso. A entregarme sin saber si hay un lugar para mí. Esta vez… quiero ir despacio. Quiero saber si lo que siento tiene espacio para crecer. Y si tú… tienes espacio para mí.

Javier se queda en silencio. Luego se inclina hacia atrás, como si necesitara tomar aire antes de hablar.

—Gracias por decirme eso —dice—. No es fácil confiar después de algo así.

Sofía asiente.
—No lo es. Pero estoy intentando.

Javier mira la taza entre sus manos. Luego la deja sobre la mesa.
—¿Te puedo contar algo?

—Claro.

—La novela que estás editando… La casa sin ventanas… no nació como una historia. Nació como un grito.

Sofía lo observa, sin decir nada.

—Estuve con alguien. La amé profundamente. Vivimos juntos varios años. Yo pensaba que éramos felices. Que estábamos construyendo algo sólido. Pero un día, sin previo aviso, me dijo que se iba. Que había estado con otro hombre desde hacía tiempo. Que no podía seguir fingiendo.

Sofía se queda quieta. No por sorpresa. Por empatía.

—Me quedé solo en esa casa —continúa Javier—. Cada rincón me dolía. Cada objeto era un recuerdo. No podía respirar. Me sentía atrapado. Como si las paredes se cerraran sobre mí. No salía. No hablaba. No escribía. Solo existía. Y eso… no era vivir.

Hace una pausa. La voz le tiembla apenas.

—Hasta que un día, me di cuenta de que no podía seguir así. Que si no hacía algo, iba a perderme del todo. Y empecé a escribir. No para publicar. No para contar. Para entender. Para sanar.

Sofía lo mira con una ternura que no necesita palabras.

—La casa sin ventanas… era mi casa. Era yo. Y cada capítulo fue una rendija. Una grieta por donde empezó a entrar la luz.

Javier la mira.
—Y ahora… tú estás aquí. Y no sé qué significa. Pero sé que no quiero esconderme más.

Sofía se acerca un poco más. No lo toca. Pero su presencia se vuelve más firme.

—Yo tampoco quiero esconderme. Ni correr. Solo estar. Y ver qué pasa.

Javier sonríe. No por alegría. Por alivio.

—Entonces quedémonos aquí. En este momento. Sin ventanas. Pero con puertas abiertas.

Sofía asiente. Y por primera vez en mucho tiempo, ambos sienten que no están solos.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.