El despertador suena, pero Sofía no se sobresalta. Abre los ojos con calma, como si el cuerpo ya supiera que no hay prisa. Se queda unos segundos en la cama, sintiendo el silencio. No le pesa. Le acompaña.
Se levanta. Camina descalza hacia la cocina. Prepara café. El aroma llena el espacio, pero esta vez no es rutina. Es ritual.
Luego se dirige al espejo. Se arregla sin apuro. Elige una blusa que le gusta por cómo la hace sentir, no por cómo la hace lucir. Se recoge el cabello con cuidado. Se maquilla apenas, lo justo para verse despierta. Cada gesto es para ella. No para gustar. No para esconderse. Para estar.
Y cuando termina, se mira. Hay una sonrisa suave en su rostro. No es amplia. No es evidente. Pero transforma todo. La hace lucir distinta. Como si algo se hubiera encendido por dentro.
Sofía entra. Camina con paso firme. Saluda con cortesía, pero sin esfuerzo. Su presencia se siente. No por volumen. Por luz.
Renata la ve desde su oficina. Sale de inmediato, con los ojos brillando.
—¡Pero mírate! —exclama, divertida—. ¿Qué pasó anoche? ¿Te cambiaron el alma?
Sofía ríe.
—No. Solo la acomodaron un poco.
Renata la toma del brazo y la acompaña hacia su oficina.
—Cuéntamelo todo. ¿Cómo estuvo con Javier?
Sofía se sienta. Deja el bolso. Se acomoda en la silla como quien ya no necesita defenderse.
—Fue muy bueno —dice—. Hablamos. Mucho. Y sentí algo que no había sentido con nadie más. Una conexión real. Sin máscaras. Sin prisas.
Renata la observa con ternura.
—Me alegra tanto por ti. ¿Y ahora qué sigue?
Sofía se queda pensativa. Luego sonríe.
—No lo sé con certeza. No sé qué va a pasar entre nosotros. Pero sí sé lo que voy a hacer yo.
Renata se inclina, curiosa.
—¿Y qué vas a hacer?
—Voy a escribir —responde Sofía, con voz firme—. Ya no solo voy a editar historias de amor perfecto. Ahora quiero dar vida a mis propios sentimientos. A lo que he vivido. A lo que estoy descubriendo.
Renata se sorprende.
—¿De verdad? ¿Por qué ahora?
Sofía la mira.
—Porque anoche, al escuchar a Javier hablar de su historia, de cómo escribió para sanar, entendí algo. Que yo también necesito hacerlo. Que hay cosas que no se curan con el tiempo, sino con palabras. Y que tal vez, si escribo desde ahí, alguien más pueda sentir que no está solo. Aunque no lo sepa.
Renata se queda en silencio. Luego sonríe.
—Entonces hazlo. Escribe. Y deja que tus palabras sean faro. Para ti. Para quien las necesite.
Sofía asiente.
—Eso voy a hacer. Por primera vez… desde mí.
Los días pasan con una cadencia nueva. Cada jornada laboral termina, pero para Sofía no es el final. Es el comienzo de algo íntimo. Cada noche, después de apagar la computadora de la oficina, enciende la suya. Se sirve una taza de té. Se sienta frente al documento que lleva su nombre. Y escribe.
No hay presión. No hay estructura rígida. Solo palabras que brotan desde lo que ha vivido, lo que ha sentido, lo que está empezando a entender. La historia no tiene título aún, pero tiene alma. Y cada página se vuelve más fácil de escribir.
Porque cada día, mientras afina la novela de Javier, su vínculo con él se vuelve más real. Más cercano. Las reuniones se llenan de silencios cómodos, de miradas que no necesitan explicación, de frases que parecen escritas para el otro.
Renata lo sabe. Lo intuye. Y aunque ha sido la única en conocer que Sofía está escribiendo su propia historia, ni ella ha leído una sola línea. Sofía quiere que sea suyo. Por ahora.