Después del punto final

Capítulo XXXIV. Lo que se escribe sin saberlo

La editorial ha organizado una cena elegante para presentar La casa sin ventanas. Javier está nervioso. Lleva un traje oscuro, sobrio, pero sus manos tiemblan ligeramente. No por el público. Por lo que significa este momento.

Los asistentes comienzan a llegar. Autores, editores, lectores. Todos esperan al autor. Todos esperan el libro.

Y entonces, Sofía entra.

Acompañada de Renata, con un vestido blanco ceñido al cuerpo que la hace lucir hermosa. No por el corte. Por la luz que irradia. Todos la notan. Todos se giran. Pero ella solo tiene ojos para Javier.

Javier la ve. Y por un instante, todo se calma. Las inseguridades, el miedo, la duda. Todo se disuelve ante la imagen que tiene frente a él.

Renata lo saluda primero, con una sonrisa cómplice.
—Felicidades, Javier. Esta noche es tuya. Y si me permites… —mira a Sofía con picardía— deberían divertirse un poco después de tanto trabajo.

Hace una mueca insinuante y se aleja, dejándolos solos. Sofía se sonroja. Javier sonríe.

—Estás… increíble —dice él, sin buscar palabras más elaboradas.

—Gracias. Tú también —responde ella, bajando la mirada con una sonrisa suave.

La velada transcurre entre brindis, discursos y firmas de libros. Javier se mueve entre los asistentes con cortesía, pero cada vez que puede, regresa a Sofía. Y ella lo espera. No como editora. Como algo más.

Se ríen. Se miran. Se entienden. Y más de uno los observa con curiosidad.
—¿Son pareja? —pregunta alguien.
—No lo sé —responde otro—. Pero hacen buena pareja.

Sofía escucha. Javier también. Se miran. No niegan. No confirman. Solo se quedan en silencio. Pero en ese silencio, ambos se preguntan si eso es lo que quieren.

Y aunque no lo digan en voz alta, la respuesta empieza a escribirse. No en el libro. En ellos.

La velada continúa entre risas, música suave y conversaciones cruzadas. Sofía y Javier permanecen juntos, compartiendo miradas, palabras breves, silencios que dicen más que cualquier frase. La cercanía entre ellos es evidente. No hay gestos exagerados, pero hay una intimidad que se percibe. Que se siente.

Desde el otro extremo del salón, Gabriel los observa.

Su mirada es tensa. No por sorpresa. Por rabia. Por celos. Por esa sensación de haber perdido algo que creyó tener bajo control.

Ve a Sofía sonreír. Ve a Javier inclinarse hacia ella con naturalidad. Y algo dentro de él se quiebra.

Decide acercarse. Con cautela. Pero con decisión.

—Sofía —dice, interrumpiendo la conversación.

Ella se gira. Su expresión cambia. No por miedo. Por incomodidad.

—Gabriel —responde, con tono neutro.

—¿Podemos hablar? Solo un momento.

Sofía duda. Luego responde con sutil firmeza:
—No creo que sea el lugar ni el momento.

Gabriel insiste.
—Por favor. Es importante.

Javier observa la tensión en el rostro de Sofía. La forma en que su cuerpo se contrae. El modo en que evita mirar directamente a Gabriel.

Y entonces lo entiende.

Gabriel es él.
El hombre de la historia. El que mintió. El que traicionó. El que la hizo sentir invisible.

Javier se incorpora. No con agresividad. Con presencia.

—Creo que Sofía ha sido clara —dice, con voz firme pero serena—. Si algo necesita decirse, que sea en otro momento. No aquí. No así.

Gabriel lo mira, molesto.
—¿Y tú quién eres para decidir eso?

Javier no responde de inmediato. Luego dice:
—Alguien que la respeta. Y que no va a permitir que se le imponga nada que no quiera.

Sofía lo mira. Hay gratitud en sus ojos. Y algo más. Algo que empieza a sentirse como hogar.

Gabriel aprieta los labios. Está por responder, pero entonces, una voz familiar lo interrumpe.

—Gabriel…

Todos se giran. Sofía se paraliza. Gabriel también.

Es su esposa.

Vestida con elegancia, con una expresión serena pero inquisitiva. Ha llegado al evento para sorprenderlo. Y lo ha hecho.

Gabriel retrocede un paso.
—Amor… no sabía que vendrías.

—Quería acompañarte. Conocer tu mundo. Y ahora que estoy aquí… —mira a Sofía— me gustaría conocerla.

Sofía se queda quieta. Luego da un paso al frente. No por valentía. Por respeto.

—Hola —dice, con voz suave—. Soy Sofía. Y quiero pedirte disculpas. Nunca supe de tu existencia. Nunca fue mi intención lastimarte. Y lamento profundamente lo que ocurrió.

La esposa de Gabriel la observa. Luego sonríe con tristeza.

—Te creo. No eres la primera. Pero sí serás la última. Porque esta vez… no voy a perdonarlo.

Se gira. Se aleja. Gabriel la sigue, sin mirar atrás.

Sofía se queda allí. Con el corazón agitado. Con la culpa y el remordimiento a flor de piel.

Javier lo nota. Se acerca. Le toma la mano con delicadeza.
—Ya pasó —susurra.

Sofía lo mira. Y sin dudar, se enrolla en sus brazos. Como quien busca refugio. Como quien, por fin, se permite ser sostenida.

Javier la abraza. Firme. Cálido. Presente.

Y en ese momento, nadie más importa.




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