La ciudad duerme, pero Sofía no. Está sentada frente a su escritorio, con la luz cálida encendida y el documento abierto. Su novela. Su historia. La que ha ido escribiendo cada noche, como quien se cose por dentro con palabras.
Lee el último párrafo. Lo corrige. Lo relee. Y entonces, sin pensarlo demasiado, lo guarda en una memoria USB. Lo sostiene entre los dedos como si fuera algo frágil. Algo sagrado
Sin pensarlo se dirige a la casa de Javier, esta impaciente por entregarle aquella USB que contiene su corazón y alma.
Javier la recibe con una sonrisa tranquila. Ya no hay nervios entre ellos. Hay una confianza que se ha ido construyendo sin prisa.
—¿Quieres té? —pregunta él.
—No —responde Sofía, con una sonrisa leve—. Hoy quiero darte algo.
Javier la mira, curioso. Sofía saca la memoria USB de su bolso y se la entrega.
—Es mi novela —dice—. La que empecé a escribir después de conocerte. No está terminada, pero… quiero que seas el primero en leerla.
Javier la toma con delicadeza. Como si entendiera que no es solo un archivo. Es una parte de ella.
—¿Estás segura?
—Sí. Porque tú me diste el valor para hacerlo. Y porque quiero que me conozcas desde ahí. Desde lo que escribo. Desde lo que siento.
Javier conecta la memoria a su computadora. Abre el documento. Empieza a leer.
Sofía lo observa en silencio. No por ansiedad. Por respeto. Cada línea que él recorre es una parte de su alma que se revela.
Después de unos minutos, Javier se detiene. La mira.
—Sofía… esto no es solo una historia. Es un faro. Es una voz que muchos necesitan escuchar. Aunque no lo sepan.
Ella se emociona. No por el elogio. Por el reconocimiento.
—¿De verdad lo crees?
—Lo sé. Porque mientras leía, sentí que alguien me hablaba desde un lugar que no busca impresionar. Solo acompañar. Y eso… es lo que hace que una historia importe.
Sofía se queda en silencio. Luego sonríe.
—Renata también lo sabe. Pero ni ella lo ha leído aún.
—Entonces permíteme ser el primero en conocer esa nueva versión de ti. La que escribe. La que transforma.
Sofía asiente.
—Ya lo eres.
Y en ese momento, no hay gala, ni público, ni etiquetas. Solo dos personas que se han encontrado en lo más íntimo: en la palabra compartida.
La luz es tenue. La computadora abierta. El documento de Sofía en pantalla. Javier lee con atención, mientras Sofía lo observa desde el otro extremo del sofá, con las piernas cruzadas y las manos entrelazadas sobre el regazo.
Cada línea que él recorre es una parte de ella que se revela. No hay correcciones. No hay explicaciones. Solo la entrega silenciosa de quien ha decidido confiar.
Javier se detiene un momento. La mira.
—¿Quieres recostarte aquí? —pregunta, señalando el espacio junto a él—. Así lees conmigo. O simplemente… estás.
Sofía duda un segundo. Luego asiente. Se acomoda a su lado, con cuidado. No por distancia. Por respeto al momento.
Él se inclina apenas, para que ella pueda ver la pantalla. Pero Sofía no mira el texto. Lo mira a él. La forma en que sus ojos se detienen en cada frase. La manera en que su respiración cambia cuando algo lo conmueve.
Y entonces lo siente.
Una paz que la llena. Que no viene del silencio, ni del sofá, ni de la noche. Viene de estar ahí. Con él. Siendo ella.
Se siente querida. No por lo que dice. Por lo que es.
Respetada. No por lo que ha vivido. Por lo que ha elegido sanar.
Vista. No por su rostro. Por su alma.
Javier se gira hacia ella.
—Tu voz… es clara. Es honesta. Y tiene algo que no se puede fingir: propósito.
Sofía sonríe.
—Nunca pensé que alguien pudiera leerme así. No solo el texto. A mí.
Javier le acaricia la mano con suavidad.
—Porque tú estás en cada palabra. Y eso… se siente.
Se quedan en silencio. Recostados. Cómplices. El texto sigue abierto, pero ya no importa tanto lo que dice. Importa lo que ha provocado.
Sofía apoya la cabeza en su hombro. Javier la rodea con el brazo. No hay tensión. No hay urgencia. Solo un abrazo que sostiene. Que acompaña.
Y en ese instante, Sofía sabe que algo ha cambiado. Que ya no está sola. Que su historia, por fin, tiene espacio para crecer.