Destello Nocturno

Capítulo IX

«Lo menos frecuente en este mundo es vivir. La mayoría de la gente existe, eso es todo»

— Oscar Wilde.

🥀🥀🥀

Edgar Von Humboldt.

El silencio monstruoso amo de la oscuridad me permitía ocultarme con facilidad. Los pasillos eran inmensos y hasta algún punto escalofriantes. Tenía los sentidos más despiertos que una serpiente asechando, lo que me permitía escuchar con claridad a los saltamontes producir su música en las afueras del castillo en el que había vivido por tantos años.

Podía visualizar el camino hasta mi recámara con facilidad. Solamente debía subir las escaleras y en el segundo nivel entrar a mi habitación como si nunca hubiese salido de ahí.

La tormenta de afuera traía consigo algunos relámpagos haciendo que unos destellos de descargas eléctricas resaltaran en la oscuridad. Las pinturas más antiguas que adornaban las paredes adquirían un aura que estremecería a cualquiera.

Nunca me habían gustado. Al igual que las oscuras cortinas y el inquietante olor a sangre. Aquel último hecho me hacía recordar a las miles de vidas que habían sido arrancadas en esas paredes. El dolor que se había infringido y los lamentos guiados al fallecimiento de todos esos seres.

Comencé a subir por uno de los extremos de la elegante escalera. Con mis fríos dedos toqué el mármol de la barandilla y los deslicé a medida que ascendía. No puede avanzar más de seis escalones cuando reconocí su presencia.

Por unos segundos apreté las manos y cerré los ojos. Me obligué a girar para poder verlo. La oscura tela que cubría su rostro cayó con un fugaz viento acompañado de otro relámpagos que hizo eco entre las paredes.

Algunos cabellos castaños se interpusieron entre mis ojos, pero puede verlo perfectamente. De pie en lo más oscuro con sus brillantes ojos rojos puestos en mí.

—Padre...que gusto me da verte—dije con la esperanza de no agrandar mi problema.

—¿En dónde te encontrabas? —preguntó ignorando mis palabras descaradamente.

Nunca había nada más que desafío y frialdad en su tono, y era algo a lo que seguía sin poder acostumbrarme. Traté de pensar en algún tipo de excusa válida que pudiera satisfacerlo. Después de todo solía responder de manera frívola a cualquier sincero comentario de mi parte y era la razón de haber empezado a soltar mentira tras mentira; lo único que podría hacerlo mantenerme tranquilo.

—Pensé en distraerme un poco... aunque es difícil encontrar humanos en estos tiempos.

Sus ojos lucían interesados, en ningún momento había apartado su mirada, y era solo para comprobar si mi perfecta mentira tenía alguna evidencia.

—Se lo debemos a esas bestias sin civilización—argumentó observando el cuadro más cercano—. Los Strigois seremos los únicos en gobernar correctamente este mundo.

La inquietud que provocaría en cualquier criatura esa sonrisa no era comparada con tener su cercanía y el frío de su tacto sobre mi espalda.

—Prepárate, no tardarán en llegar.

—Lo que ordene, padre.

Solo bastó de un parpadeo para desaparecer de mi lado. Terminé de subir los escalones y me adentré a la recámara que había dominado por poco más de un siglo. Solo al cerrar la puerta pude respirar con tranquilidad.

Caminé hacia la repisa, los miles de libros podría decirlos de memoria a alguien que le interesara, pero después de leer cada uno en diferentes ocasiones, no ocurría nada más que estar resguardados en su propio espacio y empolvarse con el tiempo. Comprobé si el nuevo espacio había permanecido sin cuidado al deslizar un par de dedos sobre las diferentes texturas.

Me fijé en la única pintura que nunca removí del lugar, un pacífico atardecer bañado de inmensas mezclas que fácilmente me harían perderme la cruel realidad. Lo deslicé hacia la izquierda procurando no dañar el mínimo detalle, una nueva biblioteca se hizo presente, y tomé el encuadernado recostado en la parte superior.

Me acerqué a la mesa y preparé la tinta.

Capítulo veinticuatro del libro treinta y seis.

La audacia y el engaño de las palabras han resurgido bajo su demandante mirada. Hay cosas que nunca le podré perdonar, es una eterna llama en mi interior que osa con destruir todo. Es asfixiante, pero debo esperar. Ha pasado un lustro desde que probé la condena de nuestra eternidad. Es algo que mi progenitor no debe saber y así evitaré caer en sus dominios.

El sonido incesante de los caballos me detuvo, observé detrás de la ventana a la carroza oscura con caballos de negro pelaje detenerse frente a la seca fuente del castillo. Varios seres con túnicas rojas bajaron y se dirigieron a la entrada.

La presencia de la realeza roja era lo más inaudito seguido de la propia existencia del ser al que llamaba padre.

Cerré las oscuras cortinas y oculté el libro en su respectivo lugar. Sin importar la falta de empatía hacia esas criaturas me aventuré a dar presencia en la amplia habitación. Los sumisos se encargaban de darles la bienvenida y me dieron paso al lugar.

—He aquí, mi único heredero.

La escasa luz en el lugar era proporcionada por los dos candelabros y un par de velas agonizantes. Cada una de las criaturas de mantos rojos posaron esos ojos carmín en mi presencia anunciada. Ningún rostro era distinguido con claridad a simple vista, la oscuridad les permitía estar casi ocultos, de no ser por nuestros propios dones, o quizás mejor denominado como maldiciones.

Algunos de ellos se acercaron a besar con sus helados labios mis pálidas manos. Uno permaneció durante más tiempo.

—Edgar Von Humboldt en persona—la reverencia me seguía pareciendo inapropiado, incómodo. —¿Me permite sentarme junto a usted?

Como todo en ese lugar, nunca podría oponerme, argumentar lo que pasaba en mente durante esos momentos. Tomamos asiento y los sumisos sirvieron en nuestras copas. El tono rojizo del contenido era el menor de los indicios de la procedencia, y evitando formar un escándalo solo pude devolverlo cuando retiraron nuestras copas.




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