«La razón se compone de verdades que hay que decir y verdades que hay que callar»
—Conde de Rivarol.
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No sé en qué momento mi alrededor cambió, es un lugar que me resulta tan familiar. Estoy recostada sobre la tierra húmeda, fría, como si la misma noche me estuviera reclamando. Hay mucha oscuridad, así como muchos destellos de fuego. Sombras encapuchadas, mujeres, supongo por el sonido de sus voces, susurran palabras que no logro entender. Son sonidos antiguos, de una lengua que nunca antes he escuchado, y me transmite un vil escalofrío, como si estuvieran invocando algo prohibido. Me rodean en círculo, sin tocarme, aunque su misma presencia ya hace sentir mi pecho pesado.
Entonces, unas pequeñas luces comienzan a surgir de la oscuridad. Por un momento creo que son chispas de fuego, pero flotan con demasiada calma, como si danzaran a su propio ritmo. Luciérnagas. Cientos, no, miles. Iluminan los rostros de aquellas mujeres, revelando sus pieles agrietadas, ojos hundidos y sus bocas que no dejan de moverse.
Siento algo a la derecha, más allá de la oscuridad. Es una sombra moviéndose entre los árboles, deslizándose más cerca. No tiene una forma definida, sólo una oscuridad mucho más densa, y está acechando. Me giro lentamente, con el corazón golpeando contra mis costillas. Pero esa sombra se aleja, y cuando volteo al otro lado, lo veo.
Un par de ojos. Azules como el hielo, pero no son del todo fríos. Son los ojos de Denrek, me miran con una mezcla de urgencia y algo más que no sé nombrar. Quiero hablar, preguntarle qué está sucediendo, pero entonces...un grito. Feroz, desgarrador. El grito de una mujer que me atraviesa como una lanza, arrancándome del sueño con violencia.
Despierto jadeando, con la garganta seca y el cuerpo temblando. Observo los alrededores en busca de algo conocido. No estoy en el bosque, estoy en una cueva. El techo bajo, la luz tenue de una fogata ya moribunda, y el eco lejano del viento colándose entre las piedras. Cuando intento moverme siento un dolor punzante en el costado, principalmente en el hombro. Y, aunque duele, noto que mi herida ha sido vendada con cuidado. Alguien me ha cuidado, pero no logro encontrar a nadie.
Me incorporo lentamente, siento como cada músculo protesta como si llevara días dormida. El dolor es real, punzante, pero todavía soportable. Reviso todo mi cuerpo y sé con seguridad que alguien ha limpiado mis heridas, y ha tenido el cuidado de envolver todo mi brazo derecho con tiras de tela áspera apretando lo justo para detener el sangrado del hombro. El trabajo no es el de un curandero, pero si ha sido alguien cuidadoso.
Observo cerca del fuego que está en sus últimos alientos, donde han dejado la piel de hiena que suelo usar de abrigo, limpia y doblada con esmero. Cuando la levanto, noto las dagas metálicas justo debajo. Brillan pálidas bajo la luz mortecina de la cueva, como si hubieran sido recién afiladas.
Y, cerca de las dagas hay un cuenco de barro, apenas lleno con un poco de agua. Lo levanto con cierto recelo. Huelo, no percibo nada raro, no tiene color. Aunque dudo un momento, la resequedad de mi garganta lo pide a gritos. Doy un pequeño sorbo, esperando alguna reacción negativa. Nada. Solo es agua, así que bebo un poco más para aliviar la sequedad. Guardo el resto, no sé cuándo encontraré más. Ni siquiera sé en dónde me encuentro.
La piel de hiena me cubre como un recuerdo. Pesada, áspera, pero reconfortante. Ato las dagas en mi cinturón improvisado, mientras continúo observando el entorno. La cueva no es tan profunda, es un buen refugio temporal, pero no me quedaré mucho tiempo. Afuera, solo hay árboles altos, un cielo grisáceo y el susurro de agua corriendo.
Salgo, la intensa luz del día casi me marea. No es el amanecer, pero tampoco es el atardecer. Es el momento intermedio en que el tiempo siempre parece detenido. Me dejo guiar por el sonido del río, cruzando el follaje húmedo hasta que lo encuentro. Corre a unos metros de la cueva, angosta y veloz, con agua cristalina que choca contra las rocas.
Observo el otro lado, también corriente abajo, pero nada me resulta familiar. Los árboles son más altos de lo que conozco. El canto de las aves no logro reconocerlo. Incluso el aire, está cargado de humedad y tierra con un olor distinto. Es como si hubiera cruzado un umbral sin darme cuenta, o caído en otro mundo.
Caigo en cuenta de dos cosas: estoy sola y perdida.
Alguien me ha dejado aquí por alguna razón. Lo último que recuerdo es tener a esa inmensa bestia a un costado de mi cabeza. Maldición, no hay forma que pudiera haber escapado de eso. Pero, no tengo manera de saber qué sucedió. Quizás Allek y el resto cambiaron de opinión y volvieron para ayudarme, lo dudo. Puede que los refuerzos de la Torre Blanca aparecieran en el momento oportuno. No, el mismo Allek dijo que estábamos a una semana de distancia. No han podido llegar tan rápido.
Me arrastro de nuevo hacia la entrada de la cueva, sin rastros de nadie más. Tomo la decisión de no alejarme y al menos pasar ahí la noche una vez las sombras del bosque comienzan a rodear todo, y el frío se desliza entre los árboles. Vuelvo a encender el fuego con las pocas ramas secas que he recogido antes de que caiga la luz. La cálida luz me reconforta más de lo esperado. Me acurruco envuelta en la piel de hiena, dejando que el calor acaricie mi piel.
Los recuerdos aparecen. El rostro de Malani, siempre tan firme incluso cuando todo se desmorona. La sonrisa de Even, tan apacible y carismática. Recuerdo también las voces de los cazadores, las manos callosas de los ancianos, los más jóvenes corriendo de un lado a otro, los rostros de Marco y Dave. Todos ellos...
Cierro los ojos, deseando que la memoria sea solo un eco y no un lamento. Pero, el ataque de los lupinos no es un mal sueño. Es real. Y no he podido llegar para ayudarlos.
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Editado: 20.08.2025