«La esperanza es ser capaz de ver que hay luz a pesar de toda la oscuridad» —Desmond Tutu.
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El amanecer nos recibe con un tímido resplandor dorado, adentrándose entre las copas altas de los árboles. La bruma aún no se disipa, pero el frío de la noche comienza a retirarse con los primeros rayos del sol. Me subo al vehículo junto a Denrek, sintiendo el crujir de algunas ramas secas bajo mis botas antes de cerrar la puerta. El motor ruge mientras comenzamos a avanzar por el camino rocoso.
No he dicho ninguna palabra más, no desde anoche. Ni siquiera sé si hace falta, ya que el silencio entre nosotros no es tan incómodo. Aunque es denso y pesado, es más reconfortante que cualquier otra cosa. Las palabras de anoche continúan flotando por lo aires, haciéndome incapaz de apartar los pensamientos de todo lo que me ha dicho.
Huir de la manada, huir de unas criaturas llamadas rougarous que son capaces de transformar humanos en bestias. Todo este tiempo, cada vez que enfrentábamos a los lupinos, en realidad acabábamos con criaturas que alguna vez fueron humanos. Obligados a transformarse en algo que no querían. Aun así, hay algo que todavía sigue sin encajar en su historia.
Él parece notarlo, porque suelta un leve resoplido.
—Si me va a fusilar con la mirada, al menos me gustaría saber la razón.
Le lanzo una mirada rápida, como un cuchillo mal disimulado. No tiene caso ocultarlo.
—Si huyes de la manada...—digo sin rodeos—. Entonces, ¿por qué regresar al refugio?
Como siempre, no responde de inmediato. El silencio aparece cargado de algo más que tensión. Las ruedas del transporte golpean piedras sueltas, haciendo vibrar el vehículo de vez en cuando. El los cada vez es más intenso, iluminando su perfil con un trazo cálido. Y, por primera vez, esa mirada fría y calculadora parece dolida, casi perdida.
—Quería comprobar quiénes estaban bien—responde como si le costara admitirlo—. Por más que crea que no me importa, estuve con ellos casi una década. Compartiendo sangre, peleas, en un buen sentido.
Su sinceridad me golpea más de lo esperado. Hay un destello agonizante de dolor en sus ojos, y por un instante logro comprenderlo. Comprendo el peso de dejar atrás algo que, aunque ya no se pueda reconocer como un hogar o una familia, continúa doliendo.
Allek. Es inevitable pensar en el muchacho que parecía más cercano a él, y no recuerdo haberlo visto entre los que se quedaron con Paul. Quizás fue tras los que escaparon, intentando salvar a los demás. O quizás...
Me trago la preocupación, pero no la duda.
Me inclino hacia la ventana, dejando que el viento me acaricie el rostro.
Seguimos avanzando, aunque el camino se vuelva más inestable, haciendo brincar el vehículo en cada curva. El paisaje se despeja poco a poco, y los árboles dan paso a colinas abiertas bajo el sol que ya trepa por el cielo. La conversación de antes no desaparece, es como si estuviera atrapada entre nosotros, esperando a ser retomada en algún momento.
No dejo de pensar en sus palabras, en esa mirada dolida, y, sobre todo, en aquello que no me ha dicho En lo que, quizás, no se atreve o no quiere compartir. Dudo en si debo preguntarle. La razón por la que huye de los suyos. Y, aunque la idea da vueltas en mi cabeza, marcando mi lengua como una espina, llega un punto en que ya no puedo evitarlo.
—¿Por qué huyes de la manada?
Él suelta una risa seca, sin humor.
—Mira quién lo pregunta.
Su tono no es cruel, pero tampoco amable. Es crudo y honesto en su forma más afilada.
—Tienes razón—admito, casi sin pensarlo.
Elegir confiar en él desde el primer momento solo me ha puesto en una situación en contra de la razón. Elegir no ir a la Torre Blanca, o buscar a los últimos sobrevivientes, y en su lugar, viajar a su lado, alejándome demasiado de lo conocido. También estoy huyendo, y aunque no sea de unas personas en particular, es una realidad.
Supongo que ahí acabará todo, no dirá nada más. Tampoco tiene una verdadera razón para responder a cada una de mis preguntas, aun cuando hay un muro invisible que sigue interponiéndose.
—Hay reglas en la manada—comenta para mi sorpresa, con un tono más grave y con la mirada fija en el horizonte—. Una en particular está por encima de todas: si desafías al alfa, solo tienes tres caminos.
No lo interrumpo, no parpadeo. Solo me enfoco en escucharlo, en tratar de comprender.
—La muerte—continua—. El poder...o el exilio—Las palabras caen como piedras en el aire—. Pocos logran vencer al alfa, menos aún lo matan. Y los que no quieren morir...tienen que irse. Convertirse en renegados y aprender a vivir por su cuenta, sin protección. Y, con una advertencia en mente: si la manada los encuentra...los matan, sin piedad.
Mi garganta se cierra con lentitud, como si algo invisible me la estuviera apretando.
—Así que sí, señorita motas—añade con una mueca en sus labios—. Esa es la razón por la que huyo.
Siento un escalofrío recorrer mis brazos, como una sensación que confirma la certeza de sus palabras. No huye por un orgullo herido, ni porque no quiera pertenecer a esa manada. Huye para sobrevivir, donde cada paso que da lejos es una negación, y al mismo tiempo, una posible sentencia.
Lo miro de reojo, incapaz de imaginar el momento en que su manada logre alcanzarlo. Aunque quiero seguir preguntando, y la curiosidad me araña por dentro. Hay algo en su semblante que me hace detenerme. Es un tema delicado, quizás una herida abierta que aún lo usurpa, aunque finja que no.
Así que guardo silencio, al menos por un momento.
El sol atraviesa el cristal del vehículo y abraza mi piel. Afuera, el paisaje comienza a cambiar, y con él, también la tensión que se ha formado, al menos un poco.
—Aunque fui exiliado muy joven—dice de pronto, como si pensara en voz alta—. Si tuviera que elegir otra vez...no cambiaría el camino. La vida del renegado tiene sus ventajas.
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Editado: 20.08.2025