«Es fácil esquivar la lanza, mas no el puñal oculto»
— Proverbio chino.
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He pedido la cuenta de los días que he pasado en este lugar. Esperando, aprendiendo. Cada día, desde el amanecer hasta que la luna se asoma, practico las lecciones de canalización, meditación, contención…todas las formas en que puedo moldear la energía que vive dentro de mí como un animal dormido con los ojos entreabiertos. Y, aunque he progresado, nunca se siente suficiente.
Porque siguen ahí, esas miradas, esos murmullos. Esos ojos que dicen más las palabras, cuando camino entre ellas, cuando entreno, cuando me equivoco. Aceptar el hecho de que para ellas solo soy un recipiente y están en espera del regreso de Adelaide, no hace las cosas más sencillas. Porque no me ven a mí, solo ven lo que esperan que sea. Y eso…empieza a ahogarme por dentro.
Entonces, cuando el sol se empieza a ocultar, me escapo. Sin avisar a nadie, sin preguntar. Solo tomo un arco que he construido con la única daga que me ha quedado y me hundo en el bosque. Dejo que el entorno me envuelva, donde las raíces torcida y la humedad del suelo sube, donde no hay más murmullos. Solo el crujido de las hojas, el zumbido de los insectos, el susurro del viento que me acaricia la nuca.
Solo aquí puedo ser yo misma. Y es más de lo que tengo cada día.
Me muevo sigilosa entre los árboles, mis pasos apenas marcan el suelo húmedo. El sol se filtra a través de las copas y el aire huele a musgo y savia fresca. Es un aroma exquisito, y suficiente como para relajar mis músculos. Puedo percibir como los árboles susurran, las ramas crujen bajo el peso de criaturas invisibles y me dejo llevar. Poder percibir todo a este nivel es de las cosas más increíbles, lejos del caos de mis primeros intentos donde terminaba sangrando por los oídos, he aprendido a formar parte de todo esto.
Siento el aire rozar mi piel, siento la tierra bajo mis pies, tibia y viva. Percibo cada partícula, cada brizna de hierba. Es como escuchar el propio aliento del bosque, el susurro de la savia corriendo dentro de los troncos. Realmente es increíble.
Me despierta, me conecta de una forma distinta. No es solo verlo, es sentirlo.
El rebaño de cabras salvajes aparece entre la neblina del atardecer. Sus cuerpos tensos, sus patas golpeando con fuerza, pero en silencio. Son hermosas, tan torpes y alertas al mismo tiempo. Realmente no me interesa si puedo atraparlas o no. No lo hago por hambre, sino por escapatoria.
Suelto el aire por la nariz, sintiendo la tensión disiparse con cada movimiento. Mi mente se aclara poco a poco mientras estabilizo mi pulso. En este bosque, nadie me exige que sea una diosa, solo aceptan mi existencia.
Me agacho, con el arco entre mis dedos y la respiración contenida. Volteo levemente al percibir un crujido diferente. Oscuros, veloces y hambrientos. Los lobos salen de la maleza como sombras con colmillos, corren tras las cabras, y cuando siento el aliento de uno demasiado cerca, disparo. Más por reflejo que por intención. El aullido corta el aire, mientras ese lobo gris cae. Su pelaje se mancha de sangre a la altura del costado, donde la flecha se ha clavado. Los otros huyen con la presa, pero este queda atrás, tambaleante y con sus ojos clavados en mí.
Azules, como una tormenta contenido. Como los de él.
Mi pecho se aprieta con solo recordarlo. No lo he visto en más de quince días, y sin embargo, ese recuerdo me golpea como si hubiese ocurrido hace tan poco. Su voz, su mirada…su mano en mi rostro. Luego, la marca de su ausencia.
Miro al lobo. Sé que no es él, pero por un momento así lo creí. Me acerco y este gruñe, bajo, pero no se mueve. Tal vez no puede, quizás no quiere.
—No te haré daño otra vez—susurro.
Me arrodillo a su lado, la flecha aún está clavada y la sangre brota con lentitud. Siento mis manos temblorosas, pero no por miedo, sino por esa energía que empieza a moverse en mi interior. Calor, luz y vida.
Recuerdo las palabras de Corolla.
No luces contra ella, no la encierres. Respira dentro de ella.
Y así lo hago. Pongo una mano sobre el cálido pelaje, sintiendo los latidos irregulares bajo mi palma. Inhalo profundo y dejo que la energía fluya. Es como una corriente dorada que se abre camino desde lo más profundo de mi pecho hasta mi brazo, y de ahí, a la herida del lobo. Este no se mueve, solo me observa fijamente aún con sus colmillos amenazantes. Y, poco a poco, la carne comienza a cerrarse. Lenta, suave, como si el propio bosque tejiera los hilos.
Cuando retiro la mano, no queda más que una mancha húmeda en su costado y una bruma de calor en el aire. El lobo se yergue con lentitud, me mira una vez más antes de irse. Corre hacia la espesura, desapareciendo como si nunca hubiera estado ahí. Y, por primera vez, ese poder que tanto me estremece me ha obedecido sin parecer una amenaza. Se ha sentido parte de mí.
Un poco más alejado veo el cuerpo inerte de una cabra, una de las pocas que no pudieron llevarse el resto de los lobos. Una que no puedo sanar, porque ya se ha escapado su último aliento. Entonces, la cuelgo sobre mis hombros, y aunque es pesada, hago el esfuerzo. Cada paso de regreso al refugio se siente más lento que el anterior. El bosque, a pesar de su belleza, se vuelve denso a estas horas. Como si estuviera respirando conmigo, como si supiera lo que estoy a punto de intentar.
Cuando llego al refugio, Corolla me espera en la entrada. Apoyada en el marco de madera, con los brazos cruzados y el ceño fruncido. Su mirada va directo a la cabra sobre mis hombros.
—Julietta, ¿por qué diablos te fuiste de cacería cuando aún no te recuperas de la lección de contención?
Su tono me recuerda un poco al de Even, cuando me separaba de los cazadores.
—Y encima, traes otro animal muerto—se da la vuelta, para permitirme pasar—. Ya no tengo espacio en la cocina, ¿acaso planeas que nos comamos a todos los animales de este bosque?
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Editado: 20.08.2025