Destello Nocturno

Capítulo XXXIX

«Las lágrimas que no se lloran, ¿esperan en pequeños lagos? ¿O serán ríos invisibles que corren hacia la tristeza?» — Pablo Neruda.
 

 

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Edgar Von Humboldt.

Una simple coincidencia, es como suele ser catalogado, lo me parece algo absolutamente absurdo. Después de todo, encontrarla fue el mayor obsequio que pude obtener de la vida, y el más doloroso.

Mi propia naturaleza me impedía disfrutar del calor del sol, pero logré conseguir mi propio rayo de luz, tan brillante como las mismas estrellas.

Todo lo que había aprendido de mi padre fue cuestionado con su misma existencia, porque los humanos eran más que una fuente de alimento. Mi Eleanor era compasión, belleza, sensibilidad; era mi luz.

Jamás podré perdonarme el haberla perdido sin hacer algo al respecto. Conocí el dolor con su ausencia, el alma que creía ausente la sentí desvanecerse con su último suspiro.

Habían pasado más de tres décadas desde que me sumergí en su verdosa mirada, desde que acaricie sus delicados labios y disfruté de su impecable sonrisa.

Después de eso, el agonizante dolor de su ausencia me condujo por caminos turbios que he pretendido olvidar. Durante algunas décadas perdí el control de mi propio ser y cumplí cada deber que mi progenitor me impuso.

Fui su mejor espada ante las bestias que me enviaba a destruir, caí en su eterna manipulación y acabé con demasiadas vidas.

Ahora, un lustró había pasado desde que salí de aquel caos en el que me había sumergido. Un lustro sin la dominación de mis instintos, un lustro sin saborear la sangre, un lustro obteniendo el dolor más vivamente que nunca.

Luego, se encontraba el maldito híbrido que no concedía mi último anhelo.

—Maldito bastardo—musité quedándome sin energías, tenía demasiadas heridas que evitaba sanar, pero ninguno daría fin a esa patética vida—. ¡No me deshonres de tal manera!

La ironía era lo menos preocupante. Aquel humano me había pedido lo mismo y no pude concederle la muerte. En su lugar lo había arrastrado a la maldición de la inmortalidad, el caos de un alma ausente que huía del día.

Podía percibir aquella insólita presencia de la criatura de las sombras, pero solo quería terminar con todo. No me importaba quedar atrapado entre sus artimañas, media vez implicara darle fin a mi agonía sin ser delatando ante mi progenitor.

—Demasiada soberbia para alguien que pretende ir al infierno a voluntad.

No había blasfemia en sus palabras, era bien dicho que la desesperación nublaba la vista. Era algo a lo que me entregaría sin titubeos. No dejé a un lado mi propósito y lo volví a atacar con las fuerzas restantes. Ni siquiera pude darle un rasguño, pero sentía mi estado empeorar lentamente.

Pensé en la sangre que se deslizaba por su piel. El elemento más vital para los Strigoi, ni hablar de nuestros subyugados. Nos otorgaba fuerzas vitales para recuperar y mantener nuestra inmortalidad. Pero el costo era demasiado.

Me había abstenido de tales atributos, independientemente de un ser humano u otra criatura. La cuestión me había debilitado lo suficiente como para que el mestizo acabase con mi vida, para que todo terminara lo antes posible. Pero había perdonado mi vida y corrido hacia los demás.

No utilizó todas sus fuerzas como lo había pretendido, aquel majestuoso lobo de pelaje cual oscuridad no sería lo último me permitiría ver. Era decepcionante.

Me inmovilizó contra un tronco.

—Si pretendes hacer algo tan cobarde, no ensucies las manos de alguien más.

La presión en mi garganta esperaba que fuera suficiente.

—¿Cómo esperas que lo consiga? —musité con cierta dificultad—. Conoces mejor que nadie la desdicha de la inmortalidad. Aunque tu sangre no sea del todo pura, has heredado tal cualidad que muchas criaturas suplicarían por tener, al menos que se convierta en una eternidad sin sentido como lo es para mí.

Su retención disminuyó hasta liberarme una vez más.

—Deberás buscar otra manera.

Podía odiarlo, pero no cumpliría con lo que deseaba con tanto afán. Era la primera vez que estaba ante un rougarou, aunque su linaje era impuro, podía jurar que sus capacidades eran más letales que las de un rougarou común. Había sido mi mejor elección para que acabara con mi inservible existencia, pero no lo hizo.

El híbrido se fue y me dejé caer de rodillas. No podía derramar lágrimas, era la desdicha de mi especie, pero sentí como si la esperanza de aliviar el dolor se fuera desvaneciendo con su silueta.

Jamás la volvería a ver, era algo que debía aceptar. Aunque me quedará hasta el amanecer y permitiera que el sol me convirtiera en simples cenizas, mi alma estaba condenada al infierno. 




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