Destello Nocturno

Epílogo

«Un alma en agonía es más letal que cualquier otra cosa, solo falta una acción que le haga soltar aquel dolor que lo consume»

— Anónimo.

🥀🥀🥀

Cuatro semanas después, desde que Julietta se desvaneció en un destello de luz, ese bosque continúa en silencio. Un lugar donde el aire está impregnado con el olor a tierra húmeda y los rastros de un poder que empieza a desvanecerse. Todo permanece inmutable, como en suspenso. Sin embargo, en su núcleo, algo es diferente. La energía que antes vibraba con una promesa de poder latente ahora está ausente, como un latido que ha cesado a través del tiempo.

Even avanza entre la maleza y los árboles retorcidos, siguiendo rastros que solo él puede percibir. Pequeñas motas de luz residual que se disuelven al contacto con sus pasos, rastros de la energía de Julietta, de su hermana. Aquella niña que había visto crecer, a quien había jurado proteger antes de perder su humanidad, antes de convertirse en lo que es ahora.

Los cadáveres están esparcidos, la tierra teñida de rojo oscuro y todo el aire carga con el hedor metálico de la sangre. Hay ogros con sus garras arrancadas, orcos con sus corazones aplastados en sus propios pechos, y criaturas que Even no puede identificar, con sus huesos rotos, ojos desorbitados de terror y la mayor parte de las extremidades disueltas por los alrededores.

Nada ha sobrevivido ahí, excepto él.

Even eleva la vista, con su respiración entrecortada, sus sentidos alertas mientras la luna llena se alza en lo alto, iluminando aquel escenario de muerte con una belleza demasiado cruel.

Entonces escucha un aullido. Largo, profundo, haciendo eco entre los árboles como un tambor de guerra, y lo ve.

Una bestia enorme, un lobo de pelaje negro tan oscuro que absorbe la luz de la luna, con ojos azules como un fragmento de tormenta atrapada en el hielo. Sus patas son tan grandes como la cabeza de un hombre, y sus colmillos brillan bajo el reflejo de la luna mientras hilos de saliva mezclada con sangre goteando de sus fauces.

El lobo lo rodeó en silencio, con esa respiración pesada, con esa presencia tan vasta que el propio bosque parece contener el aliento.

Even aprieta los puños, con los ojos fijos en esa mirada azul que conoce demasiado bien.

—¿Es cierto? —pregunta con la voz quebrada por el enojo y la angustia—. Dime que no es cierto...dime que lo que escuché es una mentira...dime que Julietta...mi hermana no...no fue consumida por ese poder.

El lobo parpadea, sus ojos destellan un brillo cargado de tristeza, casi humano, mientras un gruñido bajo vibra en su garganta.

Rumores. Eso es lo único que Even había tenido en ese mes. Rumores de que la diosa de las brujas, la somdella, había estado a punto de regresar en el cuerpo de una muchacha morena cubierta por una piel de hiena, la reencarnación del poder de una tal Adelaide.

Rumores de ese poder que había desaparecido de la tierra. Y con el...Julietta también.

Even sintió cómo algo se rompía en su pecho, algo tan profundo que ningún colmillo ni garra puede igualar. Recorrió todo ese maldito bosque para encontrar respuestas, y ahora, frente a esa bestia, todo lo que hay es silencio y gruñidos.

El lobo se detiene frente a él, tan cerca que Even puede ver las cicatrices entre su pelaje, las manchas secas de sangre, el temblor apenas perceptible en sus patas delanteras.

Denrek, incluso bajo esa forma, puede reconocerlo.

Los ojos de Denrek dicen más que cualquier palabra. Una carga de culpa, de un amor imposible que le está arrancando los últimos rastros de su humanidad.

El viento se mueve entre ellos, trayendo consigo el olor de la tierra, de las hojas podridas, de los cadáveres, de la luna.

Even aprieta los dientes hasta sentir su propia sangre por la lengua.

—¡Responde, maldita sea! —grita, mientras las lágrimas se acumulan en sus ojos, traidoras, mezcladas con la rabia que lo consume—. Dime si ella se ha ido... ¡Dime si está muerta!

El lobo baja la cabeza, es una respuesta, es un lamento.

Even tiembla, con las manos crispadas, las venas oscuras marcadas sobre su pálida piel mientras mira fijamente a ese enorme lobo. Su voz, rasgada por la furia y el miedo, rompe el silencio.

—¡Quiero respuestas! —grita nuevamente, con la garganta ardiendo—. ¡Quiero saber qué le sucedió a mi hermana! ¡Dímelo, maldito perro!

El lobo gruñe bajo, un sonido que vibra en el aire pesado del bosque, mientras su mirada azul busca a Even, inmóvil, desafiante, negándose a retroceder. Denrek clava sus garras en la tierra húmeda mientras muestra sus colmillos, su respiración pesada se mezcla con el vapor de la noche.

El odio de Even arde. Da un paso al frente, con los colmillos expuestos, las sombras de su nueva naturaleza vampírica agitándose detrás de sus pupilas. Quiere lanzarse sobre él, desgarrar, destruir, exigir la verdad a golpes, aunque tenga que arrancársela a esa bestia pedazo por pedazo.

Pero, una mano se posa en su hombro.

Pálida, delgada y firme como hierro.

Even se detiene, con un escalofrío recorriéndole la columna antes de voltear, encontrándose con un rostro pálido, perfectamente compuesto, de facciones afiladas y un porte que solo los viejos vampiros logran, incluso en cuerpos jóvenes.

El muchacho que tiene a su lado aparenta apenas veinte años, con el cabello castaño claro peinado hacia atrás con una precisión meticulosa, ojos de un rojo profundo que brillan como brasas bajo la luna llena. Lleva un abrigo largo, oscuro, perfectamente ajustado, y guantes de cuero negro que cubren sus manos.

—Qué reunión tan conmovedora para interrumpir—comenta ese joven con voz calmada, casi aburrida, mientras quita suavemente su mano del hombro de Even y sacude una mota invisible de su manga—. Pero créeme, Even, si te lanzas contra él ahora, no solo acabará contigo en un segundo, sino que arruinarás lo poco que nos queda de oportunidades.




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