Destierro

4 - Cenizas de un Pasado Reciente

Aunque en el Domo Terrestre eran las nueve de la mañana cuando partieron, en Japón ya eran las diez de la noche, el viento y la lluvia torrenciales les obligaron a ponerse las capuchas de sus chaquetas. Sus zapatos deportivos se enlodaron y el barro cubrió hasta la mitad de sus pantorrillas, dejando sus uniformes entre una combinación entre café y azul. Las nubes de color gris oscuro, coloreadas por la contaminación lumínica, resaltaban en el negro de la noche, iluminadas por los relámpagos intermitentes.

Sin embargo, las cosas no iban tan mal, la época de calor apenas terminaba y la lluvia no era helada, sino templada, incluso agradable. Shingo era una de las pocas localidades en Japón —sino la última—, que aún conservaba su aire tradicional, donde los pueblerinos vivían del cultivo de arroz y habitaban en casas estilo japonés. Eran el blanco perfecto para un ataque del que no quedaran testigos.

El aerodeslizador dejó a Ira, Dan, Siny y Tommy en una caseta de control de ingreso al pueblo que estaba protegido por una alta muralla metálica que contaba con un sistema de seguridad eléctrico, para que ningún periodista se pasara de listo y tratara de ingresar sin permiso. La puerta corrediza de la caseta era resguardada por un soldado ya empapado por la lluvia, pero no era problema, ya que sus uniformes eran impermeables, de un tono de azul mucho más oscuro que el de los Guardianes y con varias placas metálicas pero flexibles, protegiendo sus extremidades superiores e inferiores.

El rostro del joven soldado estaba cubierto por unas gafas transparentes blindadas, alzó su casco para vislumbrar mejor el escudo de rango en el pecho de Ira, cuando confirmó que era una Guardiana de Primera Clase, alzó una mano con firmeza al costado de la cabeza para saludarla.

—Teniente Darik Spenger, para servirle —él tenía los ojos oscuros y por lo poco que se dejaba ver bajo el casco, su cabello era corto y castaño oscuro. Llevaba su ametralladora apoyada sobre el torso, apuntando al piso.

—¿Hay alguna novedad? —le preguntó Tommy. Mucho más serio de lo que había sido con sus camaradas Guardianes.

—Por el momento no, asumimos que han abandonado la localidad; hace dos días, tres “rasos” trataron de salir…

—¿”Rasos”? —Intervino Siny, algo confundida.

—Rasos, así les decimos en el Ejército de Tierra a esos monstruos horribles de los informes —explicó el joven—. Actúan por instinto y no tienen inteligencia, en las noches tienen visión limitada, por eso es que los convocamos a esta hora.

—¿Cómo se las han arreglado, soldado? —dudó Dan.

—Con cañones de alta potencia en la muralla —señaló hacia arriba con el dedo—. Nuestras armas no son muy efectivas en ellos. Esperábamos a que enviaran a Guardianes para eliminar a los últimos.

—No se confíen —dijo Tommy volteándose hacia el equipo de Ira—. Son muy peligrosos.

—¿Vas a guiarnos? —le preguntó Ira al soldado Spenger.

—Para eso estoy aquí —él le sonrió.

Los Guardianes se colocaron las gafas de visión nocturna además de cubrirse la nariz con tapabocas de cuero pegados al rostro que dejaban a la vista solo sus ojos. En una pantalla pequeña, Darik introdujo las contraseñas correspondientes y una compuerta redonda se abrió en los muros metálicos. El soldado se hizo a un lado y dejó que los Guardianes pasaran encabezados por Tommy, caminó detrás de ellos, cubriendo sus espaldas.

El sendero se vislumbraba verdoso a través de las gafas de vista nocturna, Ira aguzaba los oídos por si alguno de esos “rasos” se atrevía a acercarse, pero con el retumbar intermitente de la torrencial lluvia y el tronar de los rayos que caían a lo lejos; con mucha dificultad lograba escuchar algún otro sonido. Debía conformarse con la vista del camino de barro rodeado de vegetación.

Caminaron por al menos quince minutos mientras que poco a poco, un hedor putrefacto ya llegaba a sus fosas nasales a pesar de las máscaras protectoras. Se adentraron más en la espesura de los árboles de eucalipto mientras que entre sus hojas, ya podían verse los hermosos hogares tradicionales de los lugareños: techos de madera, puertas corredizas cubiertas con papel y adornos colgantes en las entradas que bailaban de un lado a otro con el viento, emitiendo melódicos tintineos.

—Estamos muy expuestos, vamos adentro  —sugirió el teniente Spenger.

Los cuatro Guardianes y el soldado entraron a las casas abandonadas. No había rastro alguno de nada, ni sangre, ni cadáveres, ni destrucción; solo una soledad abrumadora.

—Alisten las armas —indicó Ira.

Su experiencia le decía que cuanto más tranquilo pareciera el escenario, un peligro mayor se avecinaba, acechando desde la negrura. Los demás asintieron a la orden, Dan desenfundó y extendió sus espadas, Siny su multifacético y Tommy sostuvo su lanza en alto sin desplegarla en toda su longitud.

Ira escuchaba su propia respiración, continuaba sintiendo ese olor a carne podrida; lo que hacía que su corazón se mantuviera oprimido y un nudo en la garganta le dificultara el tragar saliva. Pasaron al recinto siguiente y Tommy sacudió la mano para que se apresuraran. De pronto, con el destello blanco azulado de un rayo, se reflejó una extraña silueta a través de una de las ventanas.

La Guardiana aspiró con fuerza y sacudió la cabeza.




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