Destierro

11 - La Capital de la Alegría

Entre grisáceas y blancuzcas, las nubes cubrían el cielo alumbrado por la luz del sol cuyos rayos se deslizaban apenas entre aquellos cúmulos gaseosos y la reducida contaminación de la ciudad de Bogotá. Hacía décadas se había instalado enormes purificadores de aire en cada punto importante de la ciudad, para evitar que las enfermedades respiratorias se propagaran más entre sus habitantes, hecho que permitió que la gente pudiera caminar sin utilizar tapa bocas, muy populares a finales del siglo XXI.

Era la una de la tarde, los aerodeslizadores particulares pasaban a través de la amplia avenida dividida por jardines centrales que ostentaban palmeras y pasto artificiales. Frente a una de esas calzadas, había una pequeña cafetería instalada en un garaje que daba a la calle. A pesar de que en esos momentos estaba casi vacío, era un lugar que solía estar lleno de gente que degustaba del mejor café de la ciudad, o al menos eso era lo que decía el dueño, Mateo González, quien presumía que el éxito de su negocio era el café tostado y preparado a mano; en vez de los procesos automatizados que se habían popularizado desde los inicios del siglo XXII.

A ojos de los empresarios más jóvenes, Mateo era un hombre anticuado y poco práctico pues prefería seguir contratando seres humanos, en vez de comprar robots de servicio automatizado que terminaban siendo más económicos. No requerían un salario mínimo, ni seguro de salud, ni beneficios laborales; solo demandaban un mantenimiento mensual que no pasaba de los cincuenta mil pesos colombianos.

Deslizándose con cuidado entre las mesas de la cafetería, entró un muchacho de piel morena que llevaba dos sobres cuadrangulares en cada mano. El joven sonrió al tiempo que llegaba al mostrador en donde un hombre de al menos sesenta años con el cabello ya blanco y la barba grisácea, le esperaba con una amplia sonrisa.

—¡Señor Mateo! —saludó el muchacho—. Es hora del almuerzo, ya le dije a Catalina que venga a comer rápido.

—Ya era hora de que llegaras, John, pensé que no vendrías, esto está muerto —respondió Mateo viendo el reloj analógico artesanal que tenían al fondo de la cafetería. El lugar también se destacaba por tener antigüedades del siglo XXI como decoración principal.

—Ahh, si supiera, señor Mateo, aquí en la avenida no se nota, pero salga a la veintitrés, hay un trancón tan hijueputa —se quejó el joven mientras ponía los sobres en un pequeño microondas.

—¿Y eso por qué? —dudó el hombre frunciendo el ceño.

—La verdad, ni idea, solo vi filas y filas de aerodeslizadores en los supermercados, eso está ocasionando los trancones —se encogió de hombros John.

—Qué raro.

—¿Qué es raro, señor Mateo?

Esta vez, una muchacha de cabello castaño se aproximó hasta ellos, llevaba un delantal color verde sobre una camisa blanca. Miró a John con cierto recelo

—¿Qué pasó, John? Pensé que no ibas a llegar. Tengo un hambre.

—Dice que hay trancones por todas las avenidas, que porque todos están yendo al supermercado y pues imagino que deben estar abarrotados de gente si hay filas de autos afuera —explicó Mateo—. ¿Tú sabías algo de eso, Catalina?

—Vi algo en redes sociales de otros países, ¿pero aquí en Bogotá? No me entero de nada, como vivo aquí a la vuelta —se encogió de hombros la muchacha. El microondas lanzó un pitido pausado, anunciando que los almuerzos ya estaban listos, la joven sacó los irreconocibles sobres que se notaban inflados y llenos de comida.

—¿Qué hay en redes sociales? —dudó Mateo.

—Aquí, mire.

John sacó un pequeño cubo de policarbonato que, al ser presionado, proyectó una pantalla holográfica que el joven rápidamente empequeñeció palpando el aire con sus dedos, para que solo los tres que estaban en el mostrador, pudieran ver. El corazón de Mateo se inquietó al ver lo que su joven trabajador le estaba mostrando, se trataba de varias publicaciones escritas, de gente que hablaba sobre abducciones extraterrestres. Sin embargo, el hombre negó con la cabeza.

—Pero… esas cosas ya las sabíamos, las pasan todos los días en las noticias —dudó, restándole importancia.

—Es que hace una hora que las cosas se pusieron peor —replicó John—. El general del Domo Terrestre dio un anuncio todo alarmista que ha inquietado a mayor parte de la población.

—¿El general del Domo Terrestre? ¿Ese tal Scott? —preguntó Catalina.

—Sí, claro, ¿no lo vieron? Se interrumpió toda clase de transmisión, incluso por internet, todo —les contó el muchacho—. Yo venía en Transmilenio viendo mi perfil y se me apareció su cara en la pantalla.

—Es que sabes que aquí no tenemos nada de esas cosas, es la política de la cafetería —se encogió de hombros el señor Mateo—. ¿Qué dijo el Scott?

—Que supuestamente quienes están abduciendo en ciudades pequeñas son alienígenas que se están vengando de la pandemia del 2050, que porque no fue pandemia sino una matanza de estos… Teurus, les dijo Scott —explicó John ante las miradas incrédulas de Catalina y Mateo—. Dio la orden de activar una alerta amarilla en todo el mundo.

—Pero, ¿alerta amarilla en todo el mundo? Quiere decir que van a militarizar las calles —dudó Catalina—. Entonces las cosas deben estar peor de lo que nos dicen.




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