Destierro

12 - El Escarabajo

Múnich, Alemania

Los aviones surcaban los cielos con un fuerte zumbido que sobrecogía los corazones de los civiles que, con contorsionadas expresiones de pánico, todavía intentaban mantenerse ordenados al tiempo que los soldados de las Fuerzas Unificadas Alemanas los hacían pasar al subsuelo del Hospital Central, el cual en ese momento se encontraba atestado de civiles intentando huir de los horrores que llevaban consigo los Teurus. El ataque masivo había comenzado hacía una hora aproximadamente, la mitad de las centrales con portales inter-países, ya habían sido arrasadas.

El fuego iluminaba el ambiente y la humareda negruzca con ases anaranjados y violáceos del plasma que se extendía por las calles, quemando todo a su paso, entre personas y artificios de transporte humanos. A dos calles de allí, dos pelotones de Soldados de Tierra esperaban a los tan temidos “rasos”, letales bestias sin raciocinio, dispuestas a destrozar y asesinar todo lo que se encontrase a su paso. Comandando a los soldados, se encontraba un corpulento hombre de cabello castaño claro y ojos azules, éstos tilitaban con temor ante los enemigos a los que se estaban enfrentando.

El capitán Kleiber era alemán, pero estaba separado de las Fuerzas Unificadas, al ser un soldado del Ejército de Tierra. Ejército que había sido creado con el objetivo de proteger a cualquier ser humano, fuera de la nacionalidad que fuera. Sin embargo, el saber que sus botas estaban plantadas sobre el suelo de su tierra natal, le daba un mayor impulso de defenderla a como diera lugar.

Hacía poco, algunos equipos de Guardianes llegaron para ofrecerles el apoyo necesario. Casi al mismo tiempo, se enteró de que la invasión había llegado a Estados Unidos, México y Colombia. Se giró hacia quienes le acompañaban, con las temblorosas manos aferradas a su ametralladora automática; esperaba a que sus camaradas en el Hospital General le dieran la señal de retirada. Así no tendría que enfrentarse a esos temibles rasos y otras criaturas que se decía que los alienígenas llevaban consigo.

Beijing, China

Los altísimos edificios habían caído hacía mucho, China había sido el segundo país en ser brutalmente atacado por los temibles enemigos de la humanidad, los Teurus. Sin embargo, contra todo pronóstico y con el orgullo que su nación ostentaba, las fuerzas militares chinas habían aguantado lo suficiente hasta que llegase el Ejército de Tierra. Los aviones de combate cortaban el cielo a una velocidad impresionante, bombardeando oleadas y más oleadas de monstruos rasos, lanzando misiles tele dirigidos “Zeus” contra los tanques alienígenas y disparando sus gruesos proyectiles contra los humanos que se convertían en grandes bestias reptílicas y que rápidamente buscaban cobertura detrás de los edificios.

Ryuusei Morita, era un Guardián de Primera Clase, veintiséis años, nacionalidad japonesa, alto y con el cabello negro azabache. En esos momentos se encontraba con sus compañeros de equipo Aasim, un corpulento africano de piel oscura y Antoni, un italiano más bien bajito y de piel clara. Aunque Ryuusei quería tener toda su concentración puesta en la defensa de la ciudad, su mente viajaba a su familia, su padre, su esposa y el ser más importante en su vida: su pequeño hijo de dos años de edad; a quienes había dejado en Japón. Tenía la esperanza de que hubiera servido de algo la solicitud que dejó con el general Scott, en la que pedía que su familia fuera sacada primero del infierno que se avecinaba. Su Juramento Guardián lo había hecho a su pequeño hijo, eso tendría que valer de algo para que fuera atendido.

Tendría que valer de algo.

—¡Ryuusei! —llamó Antoni—. ¡Estás distraído! ¡Pon atención!

—Lo lamento —negó con la cabeza el japonés—. Estaba pensando en mi hijo…

—Vamos, espabila, no querrás que tu pequeño crezca sin padre, ¿eh? —regañó su otro compañero, Aasim.

Los Guardianes estaban agazapados en el décimo piso de una de las tecnológicas torres blancuzcas de la ciudad, vista a las antiguas edificaciones donde solían habitar los más importantes y renombrados emperadores de China. También tenían vista a las calles por donde los cazas y algunos drones de combate, hacían la limpieza de monstruos enemigos.

El equipo había sido enviado a esa ubicación con anticipación, los informes de Estrasburgo les habían advertido que, en cualquier momento aparecerían en el firmamento naves en forma de garra que dejarían refuerzos Teurus. Armados con varios cartuchos de minas localizadas y demás explosivos, el equipo de Ryuusei sería el encargado de destruir dichas naves. Asimismo contaban con binoculares conectados a pesados Hércules de combate desplegados a cientos de metros sobre ellos, con los cuales marcaban los objetivos principales para los misiles Zeus.

A decir verdad, a Ryuusei le tranquilizaba el hecho de ver cómo sus fuerzas habían podido aguantar hasta ese momento. No era tan terrible como se rumoraba en las otras ciudades del planeta, sí se podía combatir contra los avanzados alienígenas.

—¿Qué demonios es eso? —de pronto, sus pensamientos se vieron interrumpidos por la voz desconcertada de su compañero Aasim. Se giró hacia él y lo vio con el brazo levantado, señalando hacia la ventana.

El japonés frunció el ceño y vio hacia el lugar al cual apuntaba su compañero. Su respiración se agitó poco a poco, su pecho subió y bajó cada vez más rápido, la ansiedad del temor se abrió espacio en su corazón sin remedio alguno; revisó su dispositivo Gamma para cerciorarse de que fuera otro tipo de maquinaria. En las fotografías enviadas por Colombia y Estados Unidos, las naves Teurus de rasos, eran gigantescas maquinarias negruzcas en forma de garra. Lo que se presentaba ante ellos como una bestialidad del averno, era totalmente diferente: las placas exteriores eran de color cobrizo, formando un armazón redondeado, cual si fuera una cúpula metálica. Tenía seis enormes estructuras como patas, tres a cada lado que se movían con lentitud, simulando a un gigantesco insecto. Mucho más enorme que cualquier otro artificio que los Teurus les hubieran llevado hasta ese momento, medía por lo menos cien metros de envergadura y cincuenta de alto.




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