Aeryn
Desperté con la garganta seca y la sensación de que algo me observaba. Pero no había nadie. El calor del fuego seguía encendido, pero el hombre se había ido.
Mi cuerpo se incorpora antes que mi mente. Lo sé en cuanto miro el colchón de pieles que él ocupaba: vacío… y cubierto de sangre oscura, de un tono mortecino, casi negro, sorprendente jamás había visto algo así.
El cuenco donde le dejé el té está al costado, vacío. Ni una palabra. Ni una nota. Ni un jodido “gracias”.
Pero lo más inquietante son las marcas en la madera del suelo. Arañazos. Profundos, como si los hubiese hecho una bestia desesperada por escapar de sí misma.
Me siento al borde del camastro. El aire sabe a humo y sudor, y aún puedo sentir el aroma de su piel en las mantas.
Lo recuerdo gruñendo, luchando contra algo invisible. La forma en que me aferró con esa mirada… Por un segundo llegué a creer que me tenía miedo o que él lo tenía de mí, luego me convencí que mi mente cansada se estaba imaginando cosas.
Apoyo la frente en mis manos. ¿Qué demonios ha pasado anoche?
El día apenas despierta y yo siento el corazón encogido. No puedo quedarme quieta.
Tomo mi capa, guardo una daga en el cinturón —por instinto, más que por sensatez— y salgo de la cabaña. El bosque me recibe con sus susurros húmedos y la brisa que huele a savia y secretos.
—Tonto… testarudo… animal —murmuré mientras avanzaba entre raíces.
Lo busco durante casi una hora, llamándolo sin nombrarlo. Porque ni siquiera sé su nombre. Solo ese rostro de mandíbula endurecida, esa marca de luna en su pecho, y esos ojos que me hicieron sentir vista de una forma que aún me quema por dentro.
Pero no hay rastro de él, ni sangre, ni huellas. Solo la sensación de que el bosque se ha tragado algo que no le corresponde.
—Si te fuiste sin decir nada, es porque eres un malnacido — pronunció al aire, ¡Puf, si claro! Como si pudiera oírme.
De regreso a casa, el enojo me da fuerzas. Me pongo a limpiar, apurando cada paso para borrar todo lo que pudiera tener su olor mortecino y todo aquello que de indicios de que un leñador estaba dentro de mi cabaña.
Arrastro una alfombra vieja para cubrir las marcas en el suelo escucho que alguien golpeó la puerta.
Mi corazón se detiene, pienso en la posibilidad de que pueda ser él.
Pero no. Es Gunnhild. La anciana de la guardería se planta frente a mí con su habitual cara de "sé más de lo que digo" y un canasto lleno de bolsas.
—Buenos días, criatura. Traje harina, un poco de sal… y ganas de hornear.
—Hola, señora Gunnhild —respondo, sonriendo nerviosa mientras me acomodo el cabello con manos temblorosas—. Qué sorpresa…
La señora Gunnhild me mira como si pudiera oler que oculto algo, esta anciana es un peligro para la humanidad.
—Iba a ir a la guardería, pero el horno sigue sin funcionar. Pensé que podrías hornear las galletas aquí. Los niños te adoran, y tienen hambre de algo dulce.
—Claro, claro… pase— La anciana entra sin pedir permiso, como siempre.
Y como si fuera su casa, inicia a inspeccionar.
—¿Qué pasó aquí, muchacha? Huele a muerte —susurra, sin mirarme a los ojos, es de esas ancianas que lo percibe todo y quiere saber todo, la verdad la tolero porque es lo más cercano a una familia que tengo.
—Nada. Estoy… experimentando con nuevas curas. Algo para fiebres… raras. Cosas de hierbas —miento, recogiendo un paño manchado que ya estaba casi seco de sangre.
Gunnhild no dice nada. Solo asiente, con la misma expresión de siempre, donde no se dice nada, pero te demuestra que lo sabe todo.
—Espero que no estés escondiendo a nadie. En esta región, uno nunca sabe si está dando posada a un leñador… o a un demonio con buenos modales —comenta con media sonrisa, aunque sus ojos no sonrieron en absoluto.
—Estoy sola —me apuro a responder.
Gunnhilda deja las bolsas sobre la mesa, y se pasea por mi cocina inspeccionando, en su mente savia creo que piensa que esto es un campo de batalla.
—A veces la gente buena comete errores por compasión —menciona en voz baja, tocando un frasco de valeriana con un dedo arrugado—. Pero la compasión no cura a los monstruos.
Me quedo helada y aturdida, quisiera saber a qué se refiere con sus comentarios insinuosos, decido ignorarla hay veces que dice cosas enredadas y tienden a confundir mi mente.
—¿Quiere que prepare la masa ya?
Me mira de nuevo. Por un segundo pensé que iba a decir algo más. Pero en su lugar, se quitó el manto y se sentó frente a la chimenea.
—Hagámoslas juntas. Me quedaré un rato. No me gusta dejar a una muchacha sola en medio del bosque… cuando el bosque huele a sangre y miedo.
Trago saliva. Sí, definitivamente va a quedarse. Y yo voy a tener que esconder muy bien todo lo que el hombre sin nombre me ha dejado. Incluido el temblor que aún vive bajo mi piel.
El olor a galletas recién horneadas debería ser suficiente para calmarme, pero no lo es.