Destinada Al Alfa Que No Perdona

Capítulo 5 — Huellas en la tierra mojada

Aeryn

No duermo bien. Desde que volví a mi cabaña, el descanso se ha vuelto el peor de los retos a enfrentar, llevo toda la noche tratando de dormir, pero es imposible. Las sábanas me pesan. La noche es espesa como aceite. Y el sueño me arrastra hacia un lugar donde el cielo es rojo y el suelo respira.

Allí en medio de mi sueño, los árboles me miran. Y los lobos hablan. ¿Lobos?

Me rodean, uno a uno, saliendo de entre las raíces húmedas. Sus ojos arden parecen brasas apagadas. Sus hocicos huelen a hierro, a lodo, a vidas humanas arrancadas.

—Aeryn... — susurran.

No es un gruñido. Es mi nombre. Susurrado, envuelto en eco, en hambre, en algo que no sé si es una advertencia o una invocación de que algo malo está por sucederme.

—Aeryn— repiten en un tono distorsionado.

—Te está buscando…

¿Quién? ¿Quién me busca?

—La marca ha sido abierta —dijo el tercero, con voz femenina—. Y tú estás en medio.

Algunos tienen marcas en el pecho. Una luna ennegrecida, quemada como si la hubieran arrancado del cielo para tatuarla en su carne.

Uno se acerca más. Es más grande que los demás, más salvaje, más humano.

Tiene los mismos ojos que el hombre al que curé. Y cuando abre la boca, no ladra. Grita.

Despierto con un jadeo, empapada de sudor. Las mantas hechas un nudo entre mis piernas. El corazón latiendo en mi garganta como un tambor sonando en plena navidad.

Afuera, llueve. La tormenta ha vuelto sin previo aviso, pareciera que desea borrar cosas que no deben ser reveladas allá afuera.

Me levanto. Mis pies tocan el suelo frío. Voy a la ventana. No hay nadie afuera. Pero en el barro frente a la puerta… hay huellas.

No de hombre. Ni de un animal común. Huellas demasiado grandes, profundas… y frescas.

Retrocedo. Mi pecho se contrae.

—No puede ser… —susurro, pero mi voz se pierde entre los truenos.

Me digo a mí misma que pueden ser de un perro salvaje. O de un lobo extraviado. Y que es una casualidad lo de mi sueño.

Que eso que sentí por la tarde de ayer en la guardería solo fue fruto de mi imaginación, que no hay nada de qué temer, que el cansancio y la soledad me están pasando factura, porque no hay nada peor que sentirse solo y deseoso de amor, en mi casa nunca lo he conocido ni un cariño familiar, mi abuela todo el tiempo me enseño que debía ser fuerte tratando de una forma que dejaba mucho que desear.

Intento distraerme limpiando. Preparando hierbas. Organizándolo todo como si nada me estuviera rompiendo por dentro. Pero el silencio pesa. Las paredes parecen más delgadas. El bosque, más vivo. Hoy es un día de esos donde los recuerdos golpean con fuerza dentro de mi mente, donde el dolor que he tratado de apagar por más de dos años retumba con fuerza indicando que no soy tan fuerte como me empeño en serlo.

Vuelve a caer la noche y no prendo el fuego. No por valentía, sino porque tengo miedo de que la luz atraiga más el dolor que no se ha ido en todo el día.

Me siento en la cama, con las rodillas recogidas contra el pecho. Y aunque me digo que no debo… que no tiene sentido…Pienso en él. Y mis pensamientos se revuelven trayendo al leñador que ayude, no sé por qué ese hombre vino a revivir todo aquello que estaba muerto.

Esa noche, cuando el sueño vuelve a atraparme, los lobos también regresan.
Pero esta vez, no me rodean. Me siguen. Y yo… no corro.

A la mañana siguiente el suelo está húmedo, el lodo tiene algo distinto. Camino por el patio de la guardería apenas sale el sol, y veo algo que me hace detenerme en seco. Huellas. No humanas. No de perro.

Son más grandes, con garras marcadas en la arcilla blanda. Profundas. Pesadas.

¿¡Lobos? De nuevo esas huellas, de nuevo mis pensamientos, creí que llorar toda la noche junto a los estruendos de lluvia que cayeron a cántaros sobre el techo de mi cabaña sería suficiente y que no pensaría más en ese sueño y en todo aquello que me hace daño.

Pero no puede ser. Aquí no hay manadas. No desde hace años. O eso decían en el pueblo. Todos repiten que los lobos desaparecieron, que solo quedan historias por contar.

Pero esas huellas se ven frescas. Estoy enloqueciendo.

Vuelvo a la cabaña con las botas empapadas de barro, las manos entumecidas, y la cabeza hecha un nido de pensamientos imposibles.

Pasé el día en silencio. Cociné sin hambre. Organicé juegos con los niños que ya estaban organizados. Me hablé sola para no oír el eco de mi mente.

Porque, aunque no lo diga en voz alta, me preocupa el leñador.

Ese hombre salvaje y testarudo que me insultó, que me empujó, que casi se hace en el pedazo de pantalón que lleva puesto cuando lo toqué. Pero también el mismo al que le di de beber, al que vi retorcerse en fiebre y sombras, y al que, sin entender por qué, no quise dejar solo. Y ahora, desapareció sin dar las gracias.

Hay barro en mis botas y hojas enredadas en mi cabello, pero no me importa. Camino por el bosque con naturalidad, me gusta en mis ratos libres adentrarme entre los árboles de copas espesas y buscar hierbas curativas.




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