Elian
El olor me llega como una amenaza, distinto, invasivo, fuera de lugar. No pertenece a ninguno de los míos. Es un hedor salvaje que eriza cada fibra de mi lobo. Acelero el paso, siguiendo el rastro que se mezcla con el perfume de hierbas y tierra húmeda… y ahí está: el sonido del arroyo, la cascada cayendo como un murmullo constante, y en medio de ese cuadro, su figura.
Aeryn.
Está de pie, rígida como un tronco, con los ojos fijos en algo. Sigo la dirección de su mirada y lo veo. Un macho enorme, pelaje oscuro, músculos tensos, la cabeza alta… y sus ojos puestos en ella.
No hay tiempo para pensar. Me lanzo, la sujeto por la cintura y tiro de ella con fuerza, arrastrándola arroyo abajo antes de que el intruso dé un paso más. Ella grita, su voz se rompe, pero no me suelta.
—Tranquila… soy yo — trato de calmarla, poniéndola en pie, asegurándome de que respira.
Su mirada está perdida, todavía atrapada en la imagen del lobo.
—¿Estás bien? —pregunto, midiendo mi tono, aunque mi corazón sigue golpeando con fuerza.
No contesta. En su lugar, mira su ropa y sus manos cubiertas de barro, como si recién se diera cuenta de que está empapada.
—Eres un animal —escupe de pronto, sus ojos chispeando ira.
Me giro para no responder de inmediato. Sé que si la miro ahora, voy a decir algo que no debería.
—Un animal que te salvó de ser devorada —replico, volteándome con los dientes casi apretados.
—¡Ese lobo no iba a atacarme! —me grita, como si supiera leer la mente de una bestia salvaje.
—No tienes idea de lo que estaba a punto de hacer.
—No todo lo que es grande y tiene colmillos quiere matarme —lanza con sarcasmo.
—En este bosque, Aeryn, lo que no quiere matarte… te usa para algo peor — suelto con ironía, acercándome un paso, lo suficiente para que note que no le estoy hablando en broma.
Ella me sostiene la mirada, desafiante, con el pecho agitado. El agua del arroyo nos rodea con su murmullo, pero entre nosotros solo hay tensión y un pulso acelerado.
Me aparto un poco, respirando hondo. La rabia sigue ahí, mezclada con una necesidad absurda de protegerla.
—Regresa a tu choza. Y no vuelvas a adentrarte sola —le ordeno.
—No me das órdenes —contesta, con esa voz que me irrita tanto como me atrae.
Sus palabras me persiguen mientras me alejo, pero no lo suficiente como para ignorar que, si hubiera llegado un segundo más tarde, el desenlace sería otro.
El olor del lobo ajeno todavía flota en el aire, denso, extraño… y peligrosamente cerca de mis tierras. Mi primer instinto es seguirlo, descubrir de qué manada proviene y por qué demonios se atreve a rondar aquí. Pero cuando miro a Aeryn, embarrada de pies a cabeza, con esa expresión de desconcierto y desafío al mismo tiempo, me doy cuenta de que la respuesta no es tan simple.
¿Qué va a hacer ahora? Esa mujer es un imán para el peligro. Y, peor aún, un imán para mi paciencia.
Estoy a punto de darme la vuelta, decidido a rastrear al intruso, cuando algo me obliga a detenerme. Giro la cabeza justo a tiempo para verla… sumergirse en el río.
—¿Qué demonios…? —murmuro entre dientes.
La corriente acaricia su cuerpo, despejando el barro de su piel. El sol que se cuela entre las ramas hace que el agua brille sobre ella como si fuera un espejismo. Me obligo a apartar la mirada, a clavar los pies en la tierra para no dar un paso más hacia esa orilla.
Respiro hondo. Una, dos, tres veces. Necesito largarme. Necesito seguir al lobo, no quedarme aquí… mirándola, imaginando cosas que no debería.
Pero no me muevo. Esa mujer me descontrola más de lo que podría admitir, y lo peor es que creo que ella ni siquiera lo nota.
Me alejo unos pasos, pero el ruido del agua moviéndose me detiene. Ella nada hacia la parte más tranquila del río, el cabello suelto y oscuro flotando como una sombra bajo la superficie. No debería quedarme, lo sé… pero algo en mí no obedece.
Me muevo entre los árboles, sigiloso, dejándome ocultar por la maleza. Desde aquí puedo verla sin que ella lo sepa. El agua resbala por su cuello, baja por su espalda, y la visión me aprieta el pecho de una forma que no tiene nada que ver con el peligro.
Muerdo el interior de mi mejilla, forzándome a recordar que esta mujer acaba de estar a punto de ser devorada por un lobo ajeno. Y que, en lugar de asustarse, se lanza a un río como si nada.
—Estás loca —susurro, apenas audible, pero cargado de un calor que no quiero reconocer.
Ella se voltea un momento, y por un segundo pienso que me ha visto. Pero no. Sigue bañándose, ajena a que la observo, y esa inocencia —o esa maldita inconsciencia— me enloquece más que cualquier provocación.
Respiro hondo otra vez, intentando convencerme de irme. Seguir el rastro del intruso, cumplir con mi deber como alfa. Pero mis pies siguen anclados en el barro.
El agua refleja el cielo y el bosque, pero yo solo veo cómo su piel vuelve a mostrarse limpia, como si el río quisiera quedársela para sí. Y algo dentro de mí… no está de acuerdo.