Destinada [entre Impulsos y Lágrimas]

Capítulo 1

De recuerdos y extrañas presentaciones

Hay momentos en tu vida en que debes detenerte y plantearte qué demonios estás haciendo con tu tiempo: ¿estoy aprovechándolo? ¿Estoy malgastando mi juventud y la herencia de mi familia? ¿Conseguí salir de mi pozo personal de miseria o aún sigo enterrada en los sucesos de 2011? Si verdaderamente logré superar la muerte de mis padres… ¿Por qué cada vez que me siento remotamente feliz mi pecho tiembla de culpa? ¿Soy feliz?

No, no lo eres.

Esas endemoniadas preguntas rondaban día y noche por mi cabeza, acechándome desde las penumbras de mi inconsciencia y susurrándome la desgracia con la que cargaría hasta mis últimos días, indicándome que yo no era merecedora de la más mínima pizca de buena suerte.

Supongo que esa insospechada sentencia fue la que me llevó a enmudecer ante los invitados de George, mi tutor y padre de corazón. Y no es que frente a mí se hallara el último desconocido con el que me acosté o la maldita zorra a la que deseé arrancar sus extensiones… Era peor: frente a mí se presentaba un alto pelinegro de piel nívea, ojos más oscuros que la noche misma y futuro jefe de mi tutor, y a su lado, una esbelta pelirroja sonreía con esa dulce maldad que caracteriza a las personas que sólo quieren dañarte sin hacer un sólo movimiento.

Y vaya que lo estaba logrando.

Al principio sólo había sido un inocente cuestionamiento acerca de porqué mis rasgos diferían a los de la familia Williams, una pregunta en la que George se había encargado de explicar muy por arriba que me habían adoptado hacía ya unos años y donde, implícita y silenciosamente, quisimos dar el tema por zanjado. Christina, mi tutora, con su constante gracia y simpatía, había intentado dar vuelta la conversación hacia la pareja, con la intención de saber si habían tenido un agradable recibimiento por parte del país, puesto que ambos eran extranjeros.

Aún me cuesta comprender cómo, pero Tania, la exuberante pelirroja, no conforme con la breve respuesta de George y evadiendo la pregunta de Christina con una elegancia propia de una arpía, soltó una mordaz pregunta de la que nadie se atrevió a dar respuesta.

—¿Sus padres la abandonaron? —habían sido sus palabras exactas en dirección a mis tutores, como si yo no estuviera ahí. Esto era un tanto absurdo puesto que sus gélidos ojos grises estaban clavados en los míos como si intentara asesinarme.

Carraspeé, desviando la mirada hacia su acompañante, el cual parecía no estar interesado en la filosa lengua de su pareja, incluso podría afirmar que esa conversación lo aburría. Volví mis ojos al témpano de hielo que las esferas de la pelirroja representaban y sonreí, ocultando el ácido dolor que me causaban los recuerdos.

—No, mis padres no me abandonaron —respondí, sin ningún atisbo de simpatía—. Ellos murieron hace unos cuantos años —sabía que ninguno de los dos se sorprendería, no parecían exactamente el tipo de persona que siente empatía hacia quienes sufren algún suceso traumático. Pero estaba bien, no se me antojaba la lástima de un británico estudiante de negocios y de una modelo española en constante crecimiento.

—Oh... —se lamentó la desagradable invitada, su pareja le echó una mirada de advertencia que hubiera helado hasta al más valiente y ella se encogió de hombros, esta vez sin mirarme—. ¿Y cómo murieron?

Dejé caer mi mandíbula en tanto mi ceño se fruncía y miré a Brooke, la única hija de los Williams y la hermana que nunca tuve; sus ojos verdes transmitían la misma indignación que esperaba que los míos desprendieran.

Ya es suficiente.

Había intentado ser educada, había evadido las miraditas que el pelinegro me daba y había soportado la lengua filosa de una estúpida sólo para que el hijo del jefe de mi tutor se llevara una buena impresión de los trabajadores destacados de su futura empresa. Pero, si ellos querían buscarme, tarde o temprano iban a encontrarme.

Sonreí pasando de la pelirroja y miré a Derek, nuestro invitado masculino, dándole una silenciosa advertencia en la que esperaba que comprendiera que ya no soportaría los incoherentes ataques de su pareja.

Casi la mitad de mi vida había soportado los cotilleos tras mi espalda, oyendo cómo el círculo social al que pertenecían tanto mis padres como mis tutores susurraban la desgracia que la pobre niñata debió de haber sufrido ante el accidente que se llevó a su padre y la depresión que provocó que su madre, embarazada de cinco meses, se colgara del árbol donde solía jugar con sus amigos.




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