Alucinaciones y voces desconocidas
Desde hacía un tiempo, tal vez desde las vacaciones de invierno que pasé junto a mis tutores, solía pasarme que despertaba en medio de la madrugada con una terrible opresión en el pecho y sudada de pies a cabeza, lo que había provocado que desde entonces pescar cortos refriados se volviera parte de mi rutina.
Esperaba que con la primavera se acabara.
Había ido a distintos médicos con la esperanza de que éstos supieran darme un diagnóstico correcto, pero todos terminaban en los mismos divagues de siempre: que era un virus que rondaba por el aire, el frío o incluso el estrés. Supongo que eso último fue lo que me metió en la cabeza que debía ir con un psicólogo.
Claro que aquello no me sirvió de mucho.
Miré una última vez las tarjetas en mis manos, juzgándolas por su belleza casi nula y bufé, tirándolas en el cesto más cercano. Me apresuré en ajustar las correas de mi bolso antes de salir corriendo del consultorio médico mientras oía esa voz en mi cabeza que me decía que nunca encontraría un psicólogo capaz de quitarme mis traumas.
Estaba tan perdida en mí misma que no fui consciente del instante en el que choqué contra un hombre vanidoso que parecía querer tragarse el mundo entero con su barriga. Lo miré y articulé unas disculpas de las cuales pronto me arrepentí al ver como el viejo decrépito me escaneaba de pies a cabeza como si yo fuera inferior a él.
Aplané mis labios y fui incapaz de ocultar mi cara de repulsión mientras lo veía seguir con su camino. Siempre sostendría la especulación de que la clase supuestamente más alta debería de haber estado, desde sus orígenes, en la base de la pirámide.
—Quítate, niña —oí decir a una mujer de edad avanzada al tiempo que era empujada a un lado de la acera, provocando que trastabillara y chocara a los demás peatones.
Respiré profundo, sintiendo el odio llenar mis pulmones y quemar mi caja torácica. Quería resurgir del fondo de mi corazón, podía imaginarlo destruir la tumba que mi cuerpo creaba y extenderse rápidamente por mis venas, llenando todo mi sistema.
Debes calmarte.
No. No iba a calmarme. No iba a permitir que dos escarabajos me pisotearan como si fuera la séptima plaga. Los encontraría. Los encontraría y los obligaría a arrodillarse frente a mí hasta que sus lágrimas me mostraran su arrepentimiento y sus ojos me dijeran que no descargarían la miseria de sus vidas con los demás.
Sí, eso sonaba excitante.
Esquivé con gracia a los transeúntes y corrí hacia el fin de la avenida, me negaba a ser igual a ellos a pesar de saber que era peor. Sonreí al ver una cabellera horriblemente rubia y me detuve un segundo que me bastaría para recordar su insignificante existencia, sus rizos se balanceaban conforme daba un paso apresurado tras otro sin importarle a quienes se llevaba por delante con esos desagradables tacones rojos.
Balanceé mi cabeza, esa mujer estaba perdida. Estuve a punto de volver a la carrera cuando un joven que aparentaba mi edad chocó contra mí de tal forma que me produjo un profundo dolor en el hombro, centré mis ojos en su espalda que se alejaba por la acera y supe que una mejor oportunidad se me presentaba.
Manos a la obra, chica.
Apresuré mi paso tras él con una sonrisa maliciosa y, cuando estuve a punto de tocar su hombro, un tirón en el borde de mi camiseta hizo que bajara la vista con enojo. Una niña con aspecto de princesa me sonrió fascinada, la observé de arriba a abajo, era parecida a una vieja versión de mí.
No disimulé la mueca de asco.
—¿Qué quieres? —gruñí mientras veía a mi presa alejarse.
Maldita niña.
Debía admitir que la fascinación en sus ojos me causaban un poco de intriga, pero eso no era justificante para que se convirtiera en la causa del escape de mi muchacho. Soltó mi camiseta sin borrar su sonrisa y se balanceó en sus pies con inocencia para luego soltar una pregunta que dejaría a cualquiera impávido. Menos a mí, yo sólo la miré con molestia al tiempo que ella volvía a repetir su pregunta, esta vez más irritada.
—¿Cómo haces para tener tus ojos así de rojos?
Fruncí el ceño, decidida a no responderle y fue entonces que alcé mi vista para seguir con mi corto camino. Pero, en el trayecto, mi vista se paseó inconscientemente por la vidriera frente a mí y fue entonces que sentí el frío congelar mi sistema.
Me acerqué hasta sentir la punta de mi nariz contra el vidrio sin poder creerlo. Pero era cierto. Mi mundo se detuvo, una sensación similar a la que experimenté en el funeral de mi madre me recibió con los brazos abiertos, esperando el momento exacto en el que poder robarme la cordura.