Destinada [entre Impulsos y Lágrimas]

Capítulo 6

Mentiras y excusas

—No confíes en ellos, cariño.

Un extraño aroma llamó mi atención antes de que abriera los ojos, haciendo que girara en mi lugar y buscara una nueva posición más cómoda, esperando no sentir los rayos del sol bañar mi rostro y poder sumergirme en el fresco aroma que me rodeaba. Pero, en cuanto hice el mínimo movimiento, mi cuerpo reaccionó ante la suavidad acolchonada de la superficie en la que estaba, haciendo que un suspiro de satisfacción escapara de mis labios.

Hacía demasiado tiempo que no despertaba en tan buenas condiciones.

¿Brooke habría cambiado mis sábanas? Me coloqué boca abajo, ocultando mi rostro en la calidez de las almohadas y estiré mi pierna izquierda a sabiendas de que ésta saldría de la cama.

Fruncí mi ceño en cuánto esto no ocurrió.

Estiré ambas piernas, una a cada lado en espera de que sobrepasaran la superficie acolchonada. Mi cama era de una plaza. No cabían dos personas en ella.

Volví a fruncir mi ceño y me senté de golpe, provocando que mis pies se enredaran con las cobijas azules. Yo no tenía cobijas azules y, sobre todo, yo no tenía un colchón tan grande.

Mi vista cayó sobre una larga y fina columna de madera tallada en una de las puntas de la cama, seguí cada delicado detalle que ascendía para acabar en una pequeña gota invertida que daba fin a tan maravilloso arte. Tres columnas idénticas en las esquinas restantes conformaban el precioso dosel del lecho dónde había despertado.

Pero no era mío.

Mis ojos pronto se enfocaron en el impresionante ventanal que daba una perfecta vista de la ciudad desde su altura y que ocupaba más de tres cuartos de pared, dejando un pequeño espacio para una delicada puerta. Paseé mi mirada por la pared frente a mí, detallando el organizado escritorio con varias carpetas ordenadas encima y la puerta idéntica a la anterior que le seguía luego de varios metros. Mi atención cayó en el espejo que iba del techo al suelo y al que se le conectaba un inmenso ropero de roble.

Era la habitación que nunca imaginaría tener.

¿Dónde estaba?

Atiné a bajarme de la cama y casi caigo de bruces al notar la camiseta negra que tenía colocada y la intensidad de su fresco aroma.

¿Con quién me había acostado?

Suspiré cayendo sentada sobre el colchón y froté mis manos por todo mi rostro, tratando de entender porqué mi memoria se había convertido en un lienzo en blanco.

—Recuerda, Annabeth —me dije a mí misma y froté mi rostro. Ni una gota de maquillaje—. Recuerda.

Un destello cruzó frente a mis ojos, asemejándose a un recuerdo perdido de la noche anterior. Inmediatamente miré mis nudillos. Nada. Sabía que había golpeado a Derek por haber tirado de su lengua más de la cuenta... y me había dolido como si me quebraran los huesos.

Entonces, ¿por qué no tenía ni un rasguño?

Luego... no sabía que había pasado luego.
¿Había vuelto a casa? No, imposible. Sino no estaría en estos aprietos.
¿Había decidido por despecho irme con algún tipo? Podría ser posible de no saber que jamás me acuesto con alguien estando ebria.
¿Me había emborrachado? Improbable, no había llevado tanto dinero.
¿Estaba secuestrada? Seguramente.
¿Me habían drogado? Eso estaba más que claro.

Caminé insegura hasta la puerta al lado del ventanal, descubriendo que detrás de ella se encontraba el baño más lujoso y moderno que había visto en mi vida, contrarrestando con lo rústico de la habitación. Lo que más había llamado mi atención no era el enorme jacuzzi al final del cuarto ni mucho menos... Lo que más había llamado mi atención era que la única pared que daba al exterior, en realidad, era un maldito y completo ventanal.

¿Quién es el maldito enfermo que se ducha mirando la ciudad?

Si bien debíamos estar en un treintavo piso, no podía asimilar que alguien se duchara viendo el movimiento de la ciudad... ¿y así hacía sus necesidades? Mi vista se alzó un poco y fue entonces que me calmé un poco: había una persiana enrollada encima.

Salí de aquel escandaloso cuarto con el cerebro hecho trizas y, en cuanto mi cuerpo se reflejó en el espejo, un suspiro se ahogó en mi boca: no había ni un solo rastro de que yo hubiera asistido a una fiesta, parecía recién salida de la ducha.

Bien, Annabeth... No entres en pánico, no entres en pánico. Maldita estúpida, ¡no debes entrar en pánico!




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