Cielo e Infierno en sus manos
Tu poder te destruirá, a ti y a todos los que amas.
Terminé de escribir sus palabras en el margen de mis apuntes y miré por la ventana, observando el sol iluminar la ciudad. Suspiré y me puse en pie, arrepintiéndome de haber rechazado la oferta de Derek acerca de quedarse a hacernos compañía en caso de que a algún indeseado se le ocurriera aparecer y, luego de mi negativa, llegamos a la conclusión de retrasar el entrenamiento debido a que prefería, al menos por ese sábado, acompañar a Brooke. Finalmente terminé por agradecerle que se hubiera tomado la molestia de limpiar el desastre de los demonios y, luego de darle un beso muy cerca de sus comisuras, prácticamente le cerré la puerta en la cara.
Parada frente a la habitación de mi amiga, no me molesté en golpear y simplemente pasé, encontrándomela dormida y con su ceño completamente fruncido. ¿Qué atrocidad le había mostrado ese demonio? Quise acercarme un poco más para cubrirla con su edredón pero una energía que no sabía de dónde provenía o qué era me obligó a retirarme de la habitación.
Y sin chistar, obedecí.
Al cerrar la puerta tras de mí, sacudí la cabeza y negué frunciendo el ceño, algo se me estaba pasando por alto. Pero... ¿qué era? Caminé hacia la cocina, esperando como por arte de magia que eso que había olvidado apareciera en mi condenada memoria.
Definitivamente algún día tendría una seria charla con ella.
Me dispuse a preparar un café por simple costumbre y, mientras lo bebía, fui incapaz de evitar posar mi mirada sobre el sofá completamente destrozado y bañado en sangre seca de cerdo. Genial. Simplemente genial.
Debería botarlo y acostumbrarme a no tener un lugar cómodo en el que sentarme.
Encendí la televisión y, al instante de hacerlo, oí como se relataba el asesinato de una joven de apellido Whitemore. Whitemore... me sonaba. ¿Dónde lo había escuchado? Dejé de prestar atención a las lesiones que la habían llevado a un coma y me centré en aquel apellido, puesto que no daban su nombre.
Entonces mi lamparita se encendió y recordé: Brooke tenía una amiga apellidada Whitemore. Dios mío... ¿podría ser la misma? Estuve a punto de apagar la televisión cuando una cabellera rubia se asomó por el pasillo, clavando su mirada en la pantalla iluminada.
—Era obvio que tarde o temprano moriría —escupió.
Mi mandíbula se estrelló contra el piso al oír la frialdad con la que había asumido la muerte de alguien que conocía y supe que algo no iba bien con ella, ya que jamás sería capaz de hablar así de una persona y mucho menos de una fallecida.
—Brooke... —la llamé mientras me recuperaba de mi estupefacción. La nombrada clavó sus gélidos ojos verdes en los míos y creí que en cualquier momento me saltaría a la yugular—. ¿La conocías?
Se encogió de hombros sin darle importancia y caminó hasta la alacena, de donde sacó tanta comida que creí que invitaría a una multitud a desayunar.
—¿Quieres hablar de lo que pasó? —la rubia me observó de arriba a abajo y puso sus ojos en blanco, caminó hasta sentarse a mi lado y, dejando su mano en mi hombro, rió.
Una risa cínica y sin señales de diversión.
—Todo está bien, Annabeth —dijo soltándome y comenzando a engullir todos sus alimentos sin volverme a dirigir la palabra.
No te dijo "Annie". La cagaste.
—Cuando quieras hablar sabes que estaré para ti —asintió y siguió ignorándome con la mirada perdida en la pared.
Pasamos el desayuno en completo silencio y, en cuanto quise juntar los platos (tal vez en un intento de deshacerme de la culpa que sentía), Brooke se encerró en el baño sin mediar palabra para luego aparecer con su cabello mojado y vestida totalmente de negro.
Negro.
Brooke jamás usaría negro de día y mucho menos un sábado.
—¿Dónde están mis cosméticos? —preguntó.
—Pues... no lo sé. ¿En tu tocador?
La ojiverde no respondió, simplemente se limitó a girarse y volver por donde había venido, encerrándose en su habitación con un sonoro portazo.
Que esté así es tu culpa.