Ruwi sostenía la espada angélica entre sus manos temblorosas. Su brillo celestial iluminaba tenuemente su habitación, proyectando sombras danzantes sobre las paredes gastadas. Su mente estaba nublada por los recuerdos de un sueño inquietante, un eco de algo que no terminaba de comprender.
De repente, un suave toque en la puerta lo sacó de su ensueño.
—Ruwi, cariño, ¿estás ahí? —llamó la Tía Liz, su voz llena de calidez, pero con un matiz de tristeza.
Nervioso, Ruwi ocultó la espada debajo de su cama, como si temiera que al verla, el mundo real se fundiera con lo que había soñado.
—Sí, Tía, solo estaba haciendo mi cama —respondió, esforzándose por sonar natural mientras abría la puerta con una sonrisa forzada.
Liz entró con pasos medidos, su vestido negro ondeando levemente. Sus ojos reflejaban el peso de los años y la tristeza contenida.
—Recuerda que hoy es el aniversario de tus padres —dijo con un tono grave, pero lleno de ternura.
Ruwi sintió un nudo en el estómago.
—Vaya, ya es 6 de julio. Se me había olvidado —murmuró, su voz teñida de melancolía.
Liz le dio un ligero apretón en el hombro.
—No está de más invitar a tus amigos para que te acompañen. No tienes por qué pasar este día solo. — Dijo Liz llendose del habitación
Tras asentir en silencio, Ruwi se vistió con una camisa y un saco negro, complementándolo con pantalones de vestir y zapatos oscuros. Afuera, el cielo plomizo de Lima parecía acompañar su estado de ánimo; las nubes densas cubrían el sol, y un viento gélido recorría las calles. Liz, reflejando el tono solemne del día, se puso un elegante vestido negro y tacones.
Poco después, Daniel y Rosenda llegaron, también vestidos de negro, listos para apoyar a su amigo. La atmósfera en el coche hacia el cementerio central de Lima era silenciosa, cargada de recuerdos y emociones. Las calles grises y llenas de tráfico pasaban desapercibidas a través de las ventanillas empañadas del auto.
Al llegar al cementerio, la neblina flotaba entre las lápidas antiguas, cubriendo el lugar con un aire espectral. El aroma a tierra húmeda y flores marchitas llenaba el ambiente. Ruwi caminó con pasos pesados hasta las tumbas de sus padres. Sus dedos, fríos como el mármol de las lápidas, dejaron con cuidado los ramos de flores.
—Me hubiera gustado que estuvieran aquí conmigo —expresó, su voz quebrada. Sus lágrimas surcaron su rostro, cayendo como gotas de lluvia sobre la piedra fría.
Después de un tiempo de oración, Liz, Daniel y Rosenda se acercaron, abrazando a Ruwi en un gesto silencioso de apoyo.
—Siempre estaré aquí para ti, amigo —le dijo Daniel, su voz firme y sincera.
—Gracias, Daniel. Lo aprecio más de lo que imaginas —respondió Ruwi, sintiendo el calor del abrazo en contraste con la frialdad del día.
Al regresar a casa, Liz se despidió rápidamente, explicando que debía trabajar. La soledad se instaló en el ambiente como una sombra persistente, pero Rosenda, notando la tristeza de Ruwi, intentó romper el hielo.
—Ruwi, ¿te cuento algo raro? Ayer soñé contigo, con mi novio y Camila —dijo, esbozando una sonrisa tímida.
Ruwi la miró, su tristeza momentáneamente atenuada por la curiosidad.
—¡Qué extraño! Yo también soñé lo mismo. Y en mi sueño, vi la espada —intervino Daniel, sorprendido.
—Yo también tuve un sueño similar; había una voz que nos decía que debíamos enfrentar a los demonios —comentó Ruwi, asombrado.
La conversación, aunque surrealista, logró aligerar el ambiente, creando un espacio donde el dolor se mezclaba con la esperanza y la amistad.
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Mientras tanto, en el plano espiritual, el cielo se tornaba púrpura y carmesí sobre un vasto desierto de sombras. Un viento de cenizas danzaba alrededor de figuras espectrales que susurraban pecados al oído de los mortales. Lucifer, con su imponente figura, recorría la Tierra con paso firme. Su piel brillaba como un metal ardiente, y sus ojos resplandecían con odio puro.
Al sobrevolar Perú, sintió un destello de energía angélica. Sus labios se torcieron en una mueca de desprecio.
—¿Acaso Jesús tiene la osadía de otorgar armas celestiales a estos mediocres? —murmuró, observando con desdén a Ruwi, Daniel y Rosenda, quienes, en una visión distante, sostenían las espadas angélicas.
A su lado, Asmodeo, el demonio de la lujuria, apareció con su silueta serpenteante y sus ojos carmesí brillando en la penumbra.
—¿Qué te pasa, Lucifer? —preguntó, siguiendo su mirada.
—Jesús siempre arruinando nuestros planes. Quiero deshacerme de ellos, pero tienen protección divina —gruñó Lucifer, alejándose con frustración.
Asmodeo, comprendiendo la gravedad de la situación, voló hacia un templo satánico oculto entre ruinas olvidadas. En su interior, las llamas de velas negras titilaban con malicia, proyectando sombras distorsionadas en las paredes de piedra. Allí encontró a Ishnofel, un humano convertido en demonio, sentado sobre un trono de calaveras.
—Ishnofel, ven aquí. Necesitamos tu ayuda —dijo Asmodeo con urgencia.
El demonio Humano lo miró con fastidio.
—¿Otra vez tú? Si es algo relacionado con la lujuria, no me molestes. — comentó Ishnofel con un ceño frucido
—No, es más serio. Quiero que te encargues de los nuevos escogidos de Jesús. Sigue el rastro de energía angélica; te llevará hasta ellos —explicó Asmodeo antes de desaparecer entre llamas oscuras.
Ishnofel suspiró, resignado a su destino. Con un solo salto, atravesó la barrera entre el mundo espiritual y el físico, apareciendo en Lima. La energía angélica lo guió hasta una iglesia llamada "Los Seguidores de Cristo".
Sin previo aviso, destruyó un poste de luz con una ráfaga de energía oscura. El estruendo resonó por la calle, sumiendo la iglesia y las casas cercanas en una penumbra escalofriante.
Dentro, Camila estaba con sus abuelos, Jorge y Evelyn, disfrutando de una tranquila tarde. La repentina falta de luz interrumpió su momento.
Editado: 11.05.2025