Lucifer, Asmodeo y Mammon estaban en una oscura y sombría caverna subterránea, sentados alrededor de una mesa de piedra, con sombras que se proyectaban en las paredes como fantasmas de antiguos pecados. La única luz provenía de las llamas de un fuego infernal que crepitaba en un rincón, iluminando sus figuras desfiguradas por el odio y la ambición.
—Nuestro querido está desperdiciando su tiempo con la estúpida idea de la redención. No lo permitiré. Ustedes dos, eliminen a esos enviados de Jesús sin piedad. Quiero ver sus cuerpos en el suelo —dijo Lucifer, su voz resonando con el eco del inframundo, llena de furia contenida.
—Por supuesto, su majestad. Después de eso, podremos disfrutar de nuestra reunión pasional, oh Luci —respondió Asmodeo, con una sonrisa lasciva, acariciando sensualmente el pecho de Lucifer, como si su mirada ardiente pudiera quemar todo a su alrededor.
—Está bien, pero solo si me das mi paga. Después, me encargaré de esos malditos niños —dijo Mammon con desdén, su risa llena de veneno mientras sus ojos brillaban con una codicia casi palpable.
—Eres un verdadero mamón —replicó Lucifer, sacando un puñado de monedas doradas de la nada, las cuales cayeron sobre la mesa con un tintineo metálico que reverberó en la oscuridad.
Mammon rió, sus ojos brillando con la avaricia que lo definía, mientras guardaba rápidamente las monedas en sus ropas, su risa resonando por la caverna. Asmodeo, sin perder el ritmo, continuó insinuándose hacia Lucifer, mordiendo su cuello de forma provocadora, mientras Lucifer sonreía con una maldad que podía romper el alma.
—Bueno, es mi negocio, amigo —dijo Mammon, levantándose y llevándose a Asmodeo por las alas, dejando tras de sí una estela de sombras que rápidamente desapareció en las entrañas del infierno.
—Adiós, mi angelito caído —dijo Asmodeo con una sonrisa traviesa, desapareciendo en las tinieblas con su compañero.
Lucifer observó con una sonrisa sádica mientras se acomodaba en su trono de obsidiana, una figura imponente en un mar de oscuridad infinita. Sus ojos brillaban con una intención maliciosa mientras se preparaba para el caos que se desataría.
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En la casa de Ruwi, un aire cálido y acogedor llenaba el espacio. El suave aroma del pan con pollo recién horneado se mezclaba con el sonido de risas y conversaciones amigables. Camila estaba concentrada en su labor, dándole forma al pan, mientras Daniel y Rosenda disfrutaban de una conversación alegre en la mesa.
—Ruwi es un verdadero ejemplo de fe. Estoy muy orgullosa de él —dijo Rosenda, acurrucándose junto a Daniel, disfrutando de la paz del momento.
—Nadie puede perdonar lo que hizo su padre, pero Ruwi lo hizo. A pesar de que fue responsable de la muerte de nuestro maestro César y de su tía Liz —exclamó Daniel, abrazando a Rosenda con cariño.
Camila terminó de preparar el pan y subió las escaleras hacia el cuarto de la tía Liz, con la bandeja humeante en sus manos. Al entrar, se acercó a Josué, quien estaba sentado cerca de la cama de su tía fallecida, mirando la habitación en silencio.
—¿Tienes hambre? —preguntó Camila con suavidad, su voz cargada de preocupación por su amigo.
—Sí, gracias —respondió Ruwi, tomando el pan con pollo, sintiendo el calor del gesto que lo rodeaba.
Camila se sentó a su lado, apoyando la cabeza en su hombro, lo que hizo que Ruwi se sonrojara al instante. Era un gesto pequeño, pero lleno de significado.
—Me siento tan protegida cuando estoy cerca de ti —comentó Camila, sonriendo con una ternura que hizo que el corazón de Ruwi latiera con más fuerza.
—De nada —respondió Ruwi, nervioso pero al mismo tiempo decidido a no apartarse de ella.
Con un suspiro, Camila acarició suavemente su rostro, acercándose lentamente a sus labios, el aire cargado de una tensión palpable. La distancia entre ambos se acortó hasta que Camila susurró:
—¿Puedo?
Ruwi, sintiendo la calidez de su cercanía, respondió con un leve "sí". En ese momento, sus labios se encontraron en un beso suave, tierno, pero lleno de una emoción intensa que envolvía sus corazones. Cuando se separaron, ambos estaban visiblemente avergonzados, sonrojados por lo que acababan de compartir.
—Lo siento, no quise hacerlo —dijo Camila, avergonzada por la repentina acción.
—Está bien, me gustó —respondió Ruwi, ocultando su rostro en sus manos, avergonzado pero aliviado.
Sin embargo, antes de que pudieran procesar lo sucedido, una sombra oscura irrumpió en la habitación. La luz se apagó instantáneamente, y el aire se volvió denso y cargado, como si la oscuridad misma quisiera tragarlos.
Ruwi sacó su espada con un movimiento rápido, poniéndose inmediatamente en defensa de Camila, listo para protegerla de lo que fuera que se acercara.
Ishnofel apareció de la nada, su figura elevada sobre ellos como un ser imponente y sombrío.
—Papá —dijo Ruwi, bajando la espada al reconocer la presencia de su padre, que había dejado atrás su vieja máscara demoníaca.
Ishnofel se arrodilló, despojándose de su casco demoníaco, revelando el rostro de José, el padre de Ruwi, marcado por las cicatrices de su traición y sufrimiento.
—Lo siento, hijo mío. Me dejé consumir por el odio y la ira, y permití que Lucifer me manipulase. He hecho cosas horribles; maté a tu tía y a tu maestro, pero me arrepiento. Perdóname, hijo —dijo José, con lágrimas que caían como ríos de lava, quemando su alma.
Ruwi se arrodilló y abrazó a su padre, tratando de calmar su dolor, como si al hacerlo pudiera borrar las cicatrices de su corazón.
—Te perdono. Lo que realmente necesito es a mi padre. Aunque no estuviste en mi infancia, te perdono por todo el daño que causaste. Te amo, papá —dijo Ruwi, las lágrimas cayendo de sus ojos.
—Yo también te perdono, a pesar de que mataste a mis abuelos. Veo que realmente estás arrepentido —comentó Camila, sonriendo con ternura mientras sentía que la tensión entre ellos comenzaba a desvanecerse.
Editado: 11.05.2025