Han pasado siete meses desde la redención de Sumaq. Durante este tiempo, Jesús asumió con cariño la responsabilidad de cuidar a los chicos: Kutichay, Daniel, Camila y Rosenda. A pesar de las dificultades, la vida había comenzado a encontrar un ritmo estable, un delicado equilibrio entre la esperanza y los desafíos diarios.
Finalmente, después de meses de pequeños gestos de cariño, Kutichay y Camila decidieron dar un paso más en su relación. Tras tantas sonrisas y miradas cómplices, confirmaron que eran novios, un momento que trajo alegría y suspiros de alivio a todos los presentes, que siempre les habían alentado a este paso.
Una mañana soleada, Kutichay y Jesús salieron a comprar pan para el desayuno. La ciudad despertaba lentamente, las calles llenas de rumores de la rutina diaria. Entraron en la panadería, que desprendía ese aroma reconfortante a pan recién horneado. Mientras observaban la variedad de panes en la vitrina:
— ¿Qué pan prefieres, maestro? —preguntó Kutichay, viendo a su maestro.
Jesús, un poco indeciso, pensó en sus tiempos pasados. Recordó aquellos momentos tranquilos cuando solía comer pan sin levadura, por lo que, tras pensarlo un poco, optó por el pan árabe. Era suave, dulce, ligero: su elección de siempre. Kutichay, por su parte, eligió pan francés para compartir con sus amigos. Pagó rápidamente y, con una sonrisa satisfecha, regresaron a casa, donde la atmósfera cálida de su hogar les esperaba. Al llegar, Kutichay abrió la puerta con su llave.
— ¿Cómo está mi padre, maestro? —preguntó Kutichay, curioso.
Jesús, mientras cerraba la puerta con tranquilidad de la casa, sonrió. — Bien, está feliz con tu madre —contestó Jesús con calidez.
Dentro, la cocina estaba llena de los cálidos aromas de un desayuno casero. Daniel, con su característico entusiasmo, estaba friendo huevos, mientras que Rosenda, con su habilidad en la cocina, preparaba quinua. La cocina, a pesar de ser un espacio sencillo, rebosaba de familiaridad y confort.
— ¿Dónde está mi Cami? —preguntó Kutichay, al notar la ausencia de su novia.
Daniel, dejando de lado la sartén por un momento, volteó para ver a Kutichay. — No se siente bien. Está un poco decaída y no sale del cuarto —comentó Daniel, preocupado por su amiga.
Rosenda, con una expresión de preocupación recordando que antes era feliz, añadió: — Estuvo así hace un par de días. Está en su cuarto, más apagada que de costumbre —dijo Rosenda también preocupada.
Al escuchar esto, la preocupación de Kutichay creció. No era habitual que Camila se apartara tan de golpe. — He intentado hablar con ella, pero no me dice nada —dijo Kutichay, con pesar en su corazón.
Jesús, con su habitual serenidad, se levantó del asiento, decidido a ir a ver a Camila. — Voy a hablar con ella —anunció con voz firme y tranquila, dejando claro que siempre estaría allí para ella.
Se acercó al cuarto de Camila y, con delicadeza, tocó la puerta. — No quiero hablar con nadie —dijo Camila con voz quebrada.
Con paciencia y cariño, Jesús siguió tocando la puerta del cuarto de Camila. — Soy yo, Camila. Déjame entrar; tus amigos y tu novio están preocupados por ti —respondió Jesús, preocupado por ella.
Al oír su voz cálida, Camila, aliviada por esa presencia constante, abrió la puerta y permitió que Jesús entrara. Cerró la puerta tras de sí, creando un refugio entre ellos. Se sentó en la cama, mirando al suelo, como si las palabras no pudieran salir de su boca.
— Ya sabes por qué estoy así —dijo en voz baja, casi como un susurro, mientras la tristeza la envolvía.
Jesús, sin prisa pero con firmeza, se sentó a su lado, rodeándola con su brazo. La abrazó con ternura, como si quisiera transmitirle todo su apoyo sin decir una sola palabra. La conexión entre ellos era palpable, un lenguaje más allá de las palabras.
Flashback: Años 2017
En un rincón sombrío de su pasado, una Camila de 11 años se escondía en su cuarto, temblando. Desde la habitación contigua, los gritos y golpes de su padre, Andrés, destrozaban el silencio. Cada día, la misma escena se repetía: su padre, consumido por los celos, golpeando a su madre, Esther, sin piedad. Los gritos de su madre, suplicando que todo parara, se mezclaban con el sonido del castigo.
— ¡Basta, por favor! ¡No lo volveré a hacer! —rogaba Esther, su voz quebrada por el dolor.
— No quiero volver a verte salir sin mi permiso —gruñó Andrés, su voz fría y amenazante.
Cuando finalmente Andrés se marchó a trabajar, Camila, con el corazón lleno de desesperación, salió de su escondite. Se acercó a su madre. — Mami, ¿por qué mi padre es así contigo? —preguntó Camila con voz temerosa.
— Ay, cariño, la verdad no lo sé —respondió Esther, con los ojos llenos de un sufrimiento callado.
Cada día se repetía la misma historia. Si Esther se atrevía a hablar con alguien o si simplemente intentaba salir sola, el castigo llegaba en forma de golpes. La vida de Camila, marcada por la violencia, parecía no tener salida.
Hasta que un día, todo cambió. Tras un ataque de ira, Andrés golpeó a Esther después de que le regalaran una falda en el trabajo. Camila, harta de ver la misma pesadilla, tomó el arma de su padre, apuntó con desesperación y, en un acto impulsivo, disparó. El sonido del disparo retumbó en sus oídos, y al instante, vio caer a su padre. Miró a su madre, que yacía en el suelo, sin vida. En su mente, el caos se desbordó.
— Mamá, ¿estás bien? ¡Mamá, despierta! —gritó Camila, moviendo a su madre con desesperación.
Pero ya era tarde. Esther había muerto, y la tragedia dejó una marca imborrable en Camila.
La policía llegó poco después, alertada por el disparo. Cuando abrieron la puerta, encontraron a Camila, exhausta, dormida, atrapada entre el horror y la inocencia.
— Aún respira, llamen a la ambulancia —comentó uno de los policías, reconociendo la gravedad de la situación.
— Llamen a los familiares de esta niña —ordenó el jefe, preocupado por la pequeña, mientras el enfermero informaba con voz fría: — La muerte del padre fue por un balazo y la madre por golpes.
Editado: 11.05.2025