En el año 2018, iba a comenzar la secundaria, y obviamente apunté a rendir el examen de admisión en una de las instituciones más prestigiosas de mi ciudad. Las materias fueron Lengua, Matemáticas e Historia. Me había preparado lo suficiente. Debo reconocer que no era muy buena estudiante, ya que el estudio y yo no nos llevábamos muy bien, pero, al menos, tenía el coraje para postularme y aventurarme en esta nueva travesía. Sin embargo, las cosas no salieron bien, porque no llegué a alcanzar el puntaje necesario para poder acceder.
Esa fue la primera vez que sentí que fracasé en algo que anhelaba. Me imaginaba caminando por esos pasillos amplios, con mi uniforme de camisa blanca y pollera tableada verde. Soñaba con tener nuevos amigos y seguir junto a los que ya tenía, porque éramos varios los que nos postulamos. Lamentablemente, Beatriz Carayani y yo no tuvimos esa posibilidad. La situación se tornó totalmente adversa, ya que nunca habíamos tenido un plan B. Fue en ese momento cuando aprendimos la lección de que las cosas no siempre salen como uno espera.
Sin perder tiempo, fui con mi mamá en busca de otra institución que pudiera recibirme y permitirme continuar con mis estudios. Ese mismo día, nos enteramos, gracias a una amiga de mi tía, que la escuela técnica EES 1700 Salvador Tierra se encargaba de recibir a aquellos estudiantes que no pudieron ingresar a otros establecimientos. Cuando nos acercamos al lugar, nos informaron que debíamos presentar varios documentos para que pudiera ser admitida.
Una vez reunidos los papeles necesarios, fui con Bea a anotarnos. Tuvimos que hacer una larga cola, de al menos dos cuadras. El día no ayudaba en nada; las temperaturas eran agobiantes, y la fila parecía no avanzar nunca. Cuando logramos ingresar a la escuela, la verdad es que no nos gustó mucho, pero no teníamos opciones. Reconocí que el fracaso dolía, pero, por otro lado, debíamos asumir las consecuencias y hacernos cargo de nuestra nueva realidad.
El primer día de clases fue una experiencia extraña. Llevaba el uniforme compuesto por una pollera azul, camisa blanca con el escudo de la institución bordado, zapatitos negros, una vincha a juego con mi outfit colegial, la mochila y una botella de agua. A lo largo de los días, me preguntaba si realmente iba a poder con esta nueva etapa. El miedo al futuro me asustaba. Quizás eran temores infundados por la incertidumbre o lo desconocido, pero hacía que todo el tiempo pensara en ello.
Recuerdo que un día, un leve golpeteo se escuchó en la puerta de la clase de Matemáticas. Era la preceptora Sandra, una mujer muy amable que siempre tenía una sonrisa en los labios. Pidió al profesor ocupar un instante el pizarrón para que lleváramos una notificación a nuestros padres sobre Educación Física:
Lunes, 3 de marzo
Señor tutor:
Se le informa que el día miércoles los estudiantes deben asistir al Parque Donovan, situado en Rincón del Valle 1700, donde tendrán Educación Física. Esta actividad se realizará los días lunes y miércoles, de 16:30 a 17:30 h. Las mujeres y varones deben llevar pantalón largo o corto de color azul y remera blanca.
Quedan debidamente notificados.
La dirección.
— Chicos, recuerden hacer firmar esta nota a sus padres y traérmela mañana para entregarla a la directora. ¿Tienen alguna pregunta?
— No —respondimos todos.
— Bien, los dejo para que sigan con su docente.
Le agradeció al profesor y salió del aula con una sonrisa de oreja a oreja. Siempre venía durante esta materia.
Cuando llegué a casa, esperé a que mamá volviera de su trabajo para mostrarle la nota que nos había dado la preceptora. Mientras tanto, busqué en mi armario ropa deportiva que cumpliera con los requisitos de la escuela. Después de un rato, lo único que encontré fue una remera blanca de la primaria, pero ya no me quedaba bien. Había crecido mucho en un año y ahora mi estatura rondaba el 1.75 m. Nunca fui acomplejada por mi altura. Creo que cada uno debe quererse como es, sin importar los estereotipos que dictan cómo debe lucir alguien según su rostro o figura.
Escuché la puerta y supe que mamá había llegado. ¿Cómo lo sabía? Sencillo: el ruido de sus llaves era inconfundible. Era fanática de los llaveros y había llegado al punto de pedirle al vecino soldador que le hiciera un adaptador para acomodar todos sus "chiches". Cada uno de ellos era único y llamativo.
— Hola, má —le dije.
— Hola, hijita, ¿cómo te fue hoy?
— Bien, estoy un poco más tranquila porque siento que me estoy adaptando a la escuela.
— Me alegra escuchar eso. Ahora que ya estoy en casa, vamos a comer. Traje de la rotisería pollo al horno con papas gratinadas y roquefort, tus favoritas.
— Gracias. —Siempre trataba de compensar el poco tiempo que pasaba conmigo con algo que me gustara. Creo que intentaba ahogar sus culpas.
Nos sentamos a comer. Dejamos el celular en el living, porque esa era la regla. Durante ese tiempo hablábamos de nuestras cosas.
— Por cierto, la preceptora nos dio una nota para que los padres autoricen la asistencia a Educación Física.
Fui al living, tomé mi cuaderno de comunicaciones de la mochila y se lo entregué.
— Hija, no tienes nada de esto. Mañana mandaré a mi secretaria a comprarte dos remeras, un buzo y una calza.
— Está bien —le respondí.
Terminamos de comer, y mamá regresó a la oficina. Hacía un gran esfuerzo por estar conmigo, aunque fuera al mediodía. Eso, de alguna manera, me aliviaba la ausencia de más tiempo juntas.