Cuando llegó el miércoles, fui con Beatriz en bici hasta el lugar donde debíamos hacer nuestras prácticas. Por cierto, quedaba súper lejos, pero habíamos salido media hora antes de nuestras casas porque no nos gustaba llegar tarde a ningún lado. Ambas éramos casi vecinas; nos separaban apenas siete cuadras.
El parque era muy grande. Desde la entrada se podían ver dos canchas. Seguramente, con el tiempo íbamos a descubrir qué se practicaba allí. Al llegar, nos encontramos con otros jóvenes de diferentes edades, pero de la misma escuela. Los reconocimos por el uniforme. Fuimos a dejar nuestras bicis con candado y nos acercamos al grupo amplio para esperar la hora de la bendita clase.
Al pasar el tiempo notamos con Bea que venían los profesores, ya que varios decían que eran ellos, según el cuchicheo. Nosotras éramos como sapo de otro pozo, no hablábamos con nadie, ni siquiera con nuestras nuevas compañeras de clase que se encontraban a lado nuestro.
Los docentes se presentaron con nombre, apellido y especialidad. Las disciplinas eran: atletismo, cesto, vóley y handball. Nos explicaron en qué consistía cada una de manera general y, al terminar la charla, nos dijeron que debíamos elegir una para empezar ese mismo día el entrenamiento.
Con Bea nos decidimos por handball. Habíamos jugado en la primaria y nos gustaba porque era dinámico y estratégico. Nos dividimos en grupos según preferencia: hombres y mujeres. Así comenzó la travesía en uno de los deportes más apasionantes que se inventó.
La profesora Sara Ramírez era una mujer apasionada hasta los tuétanos por este juego. Con el tiempo, nos enseñó diferentes estrategias para ganar, tanto en defensa como en ataque. Cuando jugábamos con otras escuelas, siempre sabía quiénes eran las jugadoras clave: las que hacían goles, las más rápidas, las que armaban los ataques, e incluso los puntos flacos de la arquera. Su capacidad de observación era excelente.
Cuando pedía tiempo en medio de los partidos, nos indicaba a quiénes debíamos marcar y qué tipo de combinaciones usar. Ese nivel de detalle fue lo que nos ayudó a convertirnos en las mejores de todas las escuelas locales.
Sara tenía una mentalidad de ganadora. "¡Rendirse jamás!" era su frase de cabecera. Nos enseñó a dar pelea hasta el final sin importar los resultados. Esa filosofía fue lo que nos motivó a retomar la misma actividad año tras año. Sin embargo, en nuestros comienzos no nos fue tan bien. Fue recién en sexto año cuando logramos ganar los intercolegiales y clasificar a las instancias provinciales, que ese año se realizarían en nuestra comunidad.
Era un mega evento, y el prestigio de nuestra institución tuvo buenas repercusiones. No solo handball participaba; también atletismo. Para nosotras, esta experiencia era apasionante. La profesora amaba enseñar y su pasión pronto se convirtió en la nuestra. Cuando nos vio listas, nos inscribió en los intercolegiales con el objetivo de ganar y pasar a los interprovinciales, una de las competencias más reñidas. Estas ofrecían grandes oportunidades: becas, premios y capacitaciones con los mejores jugadores de la liga nacional.
Después de cinco años de práctica y ya con 19 años, sentí que era mi momento de brillar.
La escuela recibió la notificación de los interprovinciales con fecha para mayo, en pleno otoño. Faltaban dos meses. Este año, los organizadores establecieron que participarían dos equipos de nuestra provincia: nosotros, que salimos primeros, y la Escuela Nacional. Era la primera vez que se hacía algo así. Buscaban incentivar la participación y fomentar la cultura del deporte.
Sin embargo, no sabíamos cuántas jugadoras elegiría la profesora para el evento. Cuando nos dio la noticia, su felicidad se notaba en cada palabra. Para ella, nuestro equipo era imparable, y debía tomar la mejor decisión.
Esta noticia significaba que los entrenamientos se duplicarían y que deberíamos tomarnos el asunto con absoluta seriedad. Para la institución, participar ya era prestigioso. Pero nosotras sabíamos que esta competencia podía abrirnos grandes puertas en la liga profesional.
La elección de la profesora me preocupaba. Pasaban los días y todavía no se sabía quiénes participarían. A mí, en particular, me afectó mucho: perdí el apetito. Como dice el dicho: "La procesión va por dentro". En esos momentos de incertidumbre, entendí que debía cultivar la paciencia.
Mis pensamientos oscilaban entre el ego y la prudencia. Por un lado, una voz me decía que era obvio que me elegiría. Era buena, hacía goles, y la profesora me había dicho que había mejorado en táctica y velocidad. Pero otra voz, más cautelosa, me advertía: Espera. No des por sentado algo que no se ha concretado. Las caídas desde lo alto son las más dolorosas.
Esa lucha interna me consumía. A veces, era presa de mi orgullo, soñando con ser seleccionada. Pero luego, la incertidumbre me bajaba de golpe. Ahora me pregunto si eso no se confunde con la fe: "la certeza de lo que se espera, la convicción de lo que no se ve".
En fin, lo único que puedo hacer es tener paciencia y enfocarme en la escuela hasta que llegue la convocatoria.