Después de varios días de descanso, el último día de la competición estaba llegando a su final. Tenía sentimientos encontrados, porque nunca había llegado tan lejos en algo que a mí me gustaba. Esperaba que los nervios no me jugaran una mala pasada.
Siendo las ocho de la mañana del viernes, ya nos encontrábamos en el polideportivo. Esta vez, la gente había venido más temprano; las tribunas estaban abarrotadas. Pero lo más importante era que mamá se encontraba presente. En el anterior partido había filmado todo, a la siguiente noche de ese encuentro, y en compañía de unas papas fritas con una coca, miramos con fascinación el juego. De verlo me daban nervios, porque sabía que lo que vendría iba a ser más duro. Y eso que ganamos por un tanto nada más.
La profesora Sara nos había mandado un mensaje en el grupo el jueves a la noche, diciendo que nos quedaba competir con Santa Cruz. No nos quería abrumar, pero nos citaba dos horas antes del partido para aunar criterios y hablarnos sobre nuestras oponentes, porque sabía que estaríamos más receptivas a la información.
Antes de salir a la cancha, nos reunimos con el equipo. Sabíamos que el partido no iba a ser fácil; éramos dos rivales difíciles de ganar y no nos rendiríamos ante los tantos que pudiera llegar a hacer cualquiera de los dos equipos. Pelearíamos hasta el último instante en que se acabara el juego.
—Chicas, ya saben que deben jugar limpio, porque los árbitros van a estar pesados y, si bien nosotras estamos jugando de local, las favoritas son las de Santa Cruz, según las estadísticas de las redes sociales. No las quiero presionar. Ustedes están en un alto rendimiento, con estrategias de ataque y juego. Concéntrense, traten de hacer pases seguros. Todas tiran al arco, no se apresuren a llegar al otro lado, esto es pura táctica. Tienen todas las de ganar.
—Sí. Son cuatro las jugadoras que son buenas en este equipo: la tres, la ocho, la once y la doce. Todas son rápidas. Fíjense que ellas juegan en combinación; la once y la tres entran de pívot, lo que es arriesgado, porque si pierden la pelota tienen que subir rápido. No se dejen amedrentar.
—Ok. — Dice Bea.
—Cloe, Bea y Jimena, les pido que jueguen tranquilas, no se alboroten. Las necesitamos para el armado de ataque y defensa. Ustedes ya saben cómo moverse.
—Sí, profe. — Respondimos las tres.
Mientras tanto, les dio directivas a las demás, sobre todo a la arquera, que debía estar atenta a los pases de estas cuatro para que no la encuentren indefensa.
Como es de costumbre, saludamos a las chicas, y para mi mala suerte, Xavier estaba por arbitrar con Ignacio que era el árbitro que estuvo con nosotras el martes. Tenía que concentrarme y dejar de lado mis diferencias con él, porque si no, iba a ser un fracaso dentro de la cancha.
Cuando estábamos en posición, el silbato sonó. El juego se estaba dando con normalidad y, de pronto, la jugadora once, cuando estaba haciendo el ataque, me tira al piso. Suena el pitido e Ignacio la saca afuera. Xavier se acerca y me pregunta:
—¿Estás bien?
Lo miro y asiento con la cabeza. Me ayuda a levantarme. Su mirada me ponía nerviosa, mi corazón empezó a galopar, pero no era por lo que había corrido. Me incorporo, tomo la pelota y sigo haciendo pases con mis compañeras. De afuera se escucha:
—Aprovechen que la jugadora once está afuera para hacer goles. — Era la profesora Sara.
El juego estaba reñido porque sus tácticas eran buenas, pero jugaban sucio. Cuando estábamos en defensa, las pívots te decían cosas o te estiraban el cabello. Lo que me daba ganas de agarrarlas de los pelos. Porque por lo visto, los árbitros no veían que nos estaban molestando.
En un momento del segundo tiempo, que íbamos nueve a cinco, ellas ganándonos, escuchamos que Xavier llama a la jugadora número doce y directamente la expulsa. Por fin dije, por lo menos una afuera. La joven había agarrado el brazo de Bea con furia, tratando de obstruir el paso, y la empujó, haciendo que ella se cayera.
La profesora del equipo de Santa Cruz pidió tiempo, así que nos reunimos con Sara y nos dio nuevas directivas.
—Chicas, ahora es el momento. Todo o nada. Nos están ganando por cuatro tantos, pero ustedes tienen que aprovechar que hay una menos. Sigan así. Ya falta poco para que termine el partido.
—Sí. — Respondimos todas y entramos a la cancha.
El tiempo transcurrió y, al salir la jugadora número doce de la cancha, el equipo de Santa Cruz decayó, por lo que nosotras pudimos pasarles por dos tantos. Al sonar dos veces el silbato, sabíamos que la victoria era nuestra. Nos coronamos con un tablero de quince a trece.
Nos abrazamos e hicimos nuestra cábala. La alegría nos desbordaba por los poros. Jimena no paraba de llorar y yo sentía que me faltaba el aire. La tensión nerviosa nos estaba pasando factura, me alejé un poco pidiendo que me dejaran sola para poder llenar mis pulmones de aire. Cuando siento una presencia en mi costado izquierdo, era mamá, que bajó para ver qué me pasaba.
—Hija, ¿qué te pasa?
—Me cuesta respirar. — Le digo con un hilo de voz.