La fiesta estaba en pañales aún. Estábamos pasándola bien, bailando y disfrutando de las canciones que sonaban. De vez en cuando trataba de buscarlo con la mirada; me angustiaba un poco no haberlo cruzado más en lo que iba de la noche.
Debe ser que no es para mí, pensé. Tengo que entender que la barrera entre nosotros es muy grande: la edad, nuestros caracteres… siempre terminamos peleando cuando intentamos acercarnos. Es mejor que deje de pensar en esto. Voy a disfrutar el momento. Pero justo cuando trataba de convencerme, lo vi. Venía en dirección a nosotras junto a Ignacio. Yo estaba bailando con Jimena (por fin había logrado librarme de Juan Pablo). Ambos nos pidieron para bailar, y mi amiga, ni lerda ni perezosa, me soltó la mano y se fue con Ignacio.
—¿Bailamos? —me dijo Xavier.
Mis mejillas empezaron a ponerse rosadas. Sentía un calor que subía por ellas. Gracias a Dios, la maquilladora había fijado la base, así que estaba a salvo.
—Sí… —le respondí. Mi corazón estaba a punto de explotar. Tenía que mantener la compostura después de haber reconocido mis sentimientos por él. Esto iba a ser una tortura para mí. ¿Por qué de pronto venía y me pedía bailar? Acaso, ¿podría ser que él también sintiera algo por mí?
Él sonrió, y justo cuando nos preparábamos para bailar, comenzó a sonar un tema lento. La melodía de Lady in Red, de Chris De Burgh. Una canción superantigua de los años 80, lo sé por mamá, que es fanática de esa época.
Xavier extendió su mano y me preguntó si podía ponerla en mi espalda. Asentí con la cabeza. Solo esperaba que no se diera cuenta de que mi corazón latía a mil.
—Pensé que te habías ido —le dije mientras bailábamos.
—Pensaba irme temprano, pero quise esperar un rato más.
Durante todo el baile, me habló al oído. La música lenta nos obligaba a estar muy cerca para seguir el ritmo de la melodía. El sonido de su voz me ponía la piel de gallina. Necesitaba preguntarle por qué me había invitado a bailar; algo dentro de mí estaba por explotar si no lo hacía. Después de unos minutos, me decidí.
—¿Por qué me invitaste a bailar? ¿A qué se debe?
Xavier se separó un poco y me miró con una profundidad que podría haber contemplado durante horas. No me respondía; solo mantenía el contacto visual. En un momento, bajé la vista instintivamente. Automáticamente, él levantó mi rostro con su mano. Esto me estaba doliendo; no quería seguir con este jueguito.
—Mírame —dijo, con una voz fuerte y firme.
—Creo que esto no está bien.
—¿Qué cosa? ¿Bailar?
—No, no me refería a eso, sino a… —Su dedo pulgar acarició mi labio inferior, recorriéndolo de un lado al otro mientras me miraba.
Me quedé congelada, incapaz de pronunciar palabra. Él estaba a punto de hablar, pero fuimos interrumpidos.
—Xavier, disculpa que te moleste, pero vino el señor Rolando y quiere hablar contigo.
De golpe, él bajó su mano, y yo me quedé en shock. Era Amara, quien había llegado en el momento más inoportuno. Estoy segura de que notó la situación.
—Ahora vuelvo. Tenemos que terminar esta charla —dijo con una sonrisa.
No pude responderle. Solo asentí con la cabeza. No podía seguir más en ese lugar; necesitaba huir. Salí al patio para intentar tranquilizarme. Había sido demasiado. Estaba mareada. Tenía que irme, no podría volver a estar cerca de él esa noche. Fui a buscar a Bea para irnos.
Recorrí los pasillos de la casa antigua. Pregunté a varias chicas si la habían visto, pero todos me daban indicaciones diferentes, y en ninguno de esos lugares estaba. Hasta que lo vi: el señor Coronel hablando con Xavier y Amara. Mis ojos, traicioneros, se llenaron de angustia. Sentía unas manos que me sacaron de mi ensoñación. Me sobresalté; era Beatriz. Estaba algo tomada, lo noté porque arrastraba las palabras. Nunca fue buena para beber alcohol.
—Amiga, me dijeron que me estabas buscando.
—Bea, tenemos que irnos ya.
—Eh, no, no. ¿Qué te pasa, Cloe? Son las cuatro apenas.
—Beatriz, necesito que nos vayamos. Me siento mal. —Las lágrimas comenzaron a rodar por mis mejillas.
—Bueno, amiga, tranquila. Vamos yendo. Le pido a Santi que nos alcance a casa.
—No, afuera hay muchos taxis. Por favor, vámonos ya. No puedo seguir aquí.
Bea pareció recuperarse un poco del efecto del alcohol al verme llorar. Salimos, tomamos un taxi y nos fuimos a su casa sin despedirnos de nadie.
—Amiga, me estás asustando. Necesito saber qué te pasó. ¿Alguien te molestó? ¿Te hizo algo?
—En tu casa te cuento. Ahora no sé cómo expresar lo que siento. —Saqué un pañuelo de mi cartera y me soné la nariz.
Cuando llegamos, lo primero que vi fue mi reflejo en el espejo de la sala. Las lágrimas habían hecho estragos en mi maquillaje; dos líneas marcaban el recorrido de mis lágrimas desde los lagrimales hasta el mentón. Bea, preocupada, insistía en saber qué me pasaba.
—Cloe, ¿por qué no te das un baño mientras yo preparo un té de tilo y manzanilla?
—Bueno, pero antes préstame ropa, porque la mía quedó en el auto de Santi.