Bea se acercó a mí y me tomó el rostro con sus manos.
—Cloe, escúchame. Debes hablar con Xavier.
—Bea, ¿tú sabías que él iba a aparecer? No me lo habías dicho, ¿por qué?
—Sí... Lo sabía. —Se notaba que estaba nerviosa.
Me llevé una mano a la cabeza y le pedí que me soltara. Si antes era un mar de emociones, ahora era un tsunami a punto de desbordarse.
—Ahora entiendo por qué actuabas tan rara ese día del pícnic.
—Amiga, ya tendremos tiempo para que me regañes. Debo dejarte porque estamos cerca de la hora de jugar. Lo único que te puedo decir es que debes escucharlo y, después, tomar la decisión que quieras. —Me abrazó, pero yo no respondí a esa muestra de cariño. Estaba enojada, angustiada, con los sentimientos revolucionados.
Sabía que debía contener mis lágrimas porque el lugar no era propicio para semejante escena. Además, siendo una comunidad pequeña, medio mundo comentaría sobre mí.
Bea me dejó en medio de la cancha, mientras uno de los acomodadores del lugar me pidió que tomara asiento. Como pude, llegué, me senté y esperé. Mientras tanto, mi mente no paraba de llenarse de pensamientos caóticos que peleaban entre sí sobre todo lo vivido.
Desde el micrófono pidieron silencio para dar comienzo.
—Queremos pedir a todos los presentes que nos acompañen en esta hermosa jornada dándole la bienvenida a una de las personas más emblemáticas del handball, Xavier Kourt. —La gente aplaudía y yo solo lo observaba.
En este tiempo no había cambiado mucho. Sus facciones estaban más marcadas y se lo notaba ya un hombre hecho y derecho. Seguía siendo guapo y manteniendo ese cuerpo estructural. No me había percatado de su vestimenta antes, pero ahora, desde otro ángulo, pude apreciar su outfit: llevaba un saco largo, pantalón de vestir, una polera y unos zapatos de cuero, todo en color negro.
El corazón me latía a mil, como si el tiempo nunca hubiera pasado entre nosotros. Mis sentimientos por él parecían revivir de las cenizas, pero no quería hacerme ilusiones; podía llevarme una sorpresa desagradable.
Decidí apartar la mirada porque temía desgastarlo de tanto observarlo. Entonces, comenzó su discurso:
—En primer lugar, quiero agradecer a los que hicieron posible este evento y que, con mucho esfuerzo, decidieron realizarlo nuevamente aquí. Como ustedes saben, hace unos años esta ciudad tuvo la dicha de coronarse como la mejor a nivel interprovincial y nacional. —Mi mirada volvió a posarse en su rostro, como si estuviera bajo un hechizo.
—Y quiero decirles que fue uno de los momentos más satisfactorios para mí como exorganizador, un grato recuerdo que hasta hoy llevo en mi corazón. Les deseo a los participantes los mejores éxitos y, por, sobre todo, que jueguen con pasión. —Hizo contacto visual conmigo, como si fuera un duelo. Mantuve la mirada.
En un momento, apareció una sonrisa en sus labios, y luego me guiñó un ojo. Pensé que su atrevimiento podía generar habladurías si notaban a quién miraba con tanta insistencia. No quería ser el hazmerreír de media comunidad, así que bajé la mirada.
El partido fue reñido; se notaba que, en estos años, los estudiantes se preparaban más de la cuenta. No les prestaba mucha atención porque ansiaba esa conversación con Xavier. El tiempo pasaba lento, y mi ansiedad crecía con cada minuto.
Bea parecía exhausta. Sus estudiantes, a diferencia de otras participantes, no eran tan buenas. Con suerte, quizás pasarían a la siguiente ronda. Finalmente, el equipo de Bea ganó por un tanto.
Me reuní con Bea y las chicas para felicitarlas, pero reservé mis apreciaciones sobre el rendimiento en la cancha.
Noté que algunos se sacaban fotos mientras otros ya se retiraban. Aun así, yo seguía esperando a Xavier. Habían pasado unos veinte minutos cuando sonó mi celular. En la pantalla apareció un número desconocido. Decidí contestar, y una voz inconfundible me dijo:
—Cloe, te espero afuera del estadio, exactamente en la esquina, en mi auto. Ven rápido. —Solo atinó a decir eso.
Siempre mandando, y yo, como buena ovejita, acudí a su encuentro.
Salí para encontrarme con Xavier, decidida a cerrar de una vez por todas el gran rompecabezas que seguía inconcluso.
Caminé lentamente, absorta en mis pensamientos. Cuando llegué al auto, la puerta se abrió y su voz me invitó a entrar. Sin decir nada, me senté en el asiento. Entonces, él me pidió que me pusiera el cinturón y añadió:
—Vamos a ir a un lugar más tranquilo para poder hablar. —Solo atiné a asentir con la cabeza.