Destino de oro en sangre

Memoria

La llegada de la primavera.

Priel era alérgico al polen, así que cuando las flores abrieron sus pétalos, su nariz se puso roja y le lloraron los ojos. No odiaba las mariposas, los pájaros cantando ni a Zissel en esos vestidos ligeros que volaban con el viento; pero sí no dejar de estornudar y el picor en su nariz.

En Anlezia nunca le había pasado con tal intensidad, quizás porque las flores no eran como en Inwelz y se veían en menor cantidad; pero ahora que estaba estudiando en la academia no le quedaba de otra que soportarlo.

—¿Cómo te sientes? —la figura de Zissel entre las lágrimas que tenía en sus ojos seguía pareciéndole bonita.

—Un poco mejor —estornudó—, ese ungüento realmente funciona.

Su amiga le había pedido a su abuela por un remedio para Priel cuando vio que lo estaba pasando mal y que incluso le costaba respirar, ella tuvo que enviar un mensaje a Kalantis en búsqueda de algo que les solucionara los problemas.

Ilade era una de sus personas favoritas en Inwelz, no lo trataba mal e incluso había llegado a acariciarle la cabeza en un par de ocasiones. Él se lo había permitido, claro, ya que no le gustaba cuando otros lo tocaban sin su permiso. No desde que llegó a la academia.

Ni su madre ni Olife le respondían las cartas y suponía que se habían perdido de camino y, por más cariño que le tenía a Zissel y a Ilade, ellas eran una excepción.

Todo el resto lo miraban mal, se burlaban, lo miraban en menos, con temor, con desagrado, incluso lo habían golpeado. Según los profesores, no era más que por disciplina. Cuando se equivocaba lo hacían pararse recto y le pegaban en sus piernas con una varilla hasta que ya no podía más, a veces su espalda. Pero lo peor eran esos juegos que sus compañeros inventaban, como dejarlo encerrado por horas o arruinar su comida.

Comenzó a notar la falta de control sobre sus poderes una de esas tardes que se la pasó encerrado. El viento rugió contra los ventanales al mismo tiempo que él se abrazaba a sí mismo, llorando. Quería volver a casa, odiaba ese lugar: el celeste de las paredes, lo blanco del piso y lo asfixiante de los uniformes.

La mano de Zissel buscó la suya y le acarició sus dedos con un ligero apretón, si no fuese por ella Priel no estaba seguro de poder soportar lo que vivía en la academia. No se lo ocultaba del todo, pero trataba de no mostrarle lo afectado que se sentía a veces; un guardián debía ser fuerte, mucho más si iba a ser el Ali Terzar y proteger a Zissel de todos los que les habían hecho daño.

Como Olife le había repetido incontables noches antes de ir a dormir: debía ser fuerte, proteger a su gente y defenderlos de todas las amenazas externas y de Inwelz, vengar a todos quienes habían perecido por culpa del padre de Zissel. Y Olife tenía razón, todos eran malos en Inwelz, y el Emperador Reuben era el peor, ignorando a Zissel dentro de su propio hogar porque no tenía poderes. No entendía cómo alguien podía hacerle eso a ella, más que por ser una persona despreciable.

Zissel observó por la ventana a aquel puente que los refugiaba, desde el cuarto de Priel no era más que un pequeño sendero de piedra rodeado de arbustos florecidos. De momento no se podían ocultar allí y Priel no podía hacer más que reclamarse a sí mismo por las alergias.

Ahora que no se escapaban de los ojos de los sirvientes, estaba la señora que cuidaba a Zissel en aquel cuarto con ellos. No le caía del todo bien porque era estricta, pero a su amiga no parecía molestarla como las otras sirvientas a cargo que había llegado a tener.

Su mirada fija en las manos de ambos, como si fuese un problema.

Él frunció el ceño. Tenía muchas cosas que quería hablar con Zissel y le incomodaba esos pequeños gestos y suspiros, los que a su amiga también se le habían pegado.

—Me alegra —dijo Zissel, apartando el flequillo de su rostro.

Tenía una sonrisa que siempre lo hacía sentir mejor, también bastante raro, como si estuviese enfermo del estómago. En Anlezia jamás había oído de algo así, pero no se atrevía a preguntarle a nadie al respecto; quién sabía si luego lo miraban aún peor, ya tenía suficiente con el resto de las cosas.

—Karime, podrías traernos limonada, por favor. —Después de que esa señora se marchara sin antes suspirar, ella volteó hacia él—. Estoy segura que esto te mejorará el ánimo, Priel. Mi abuela me la da cuando estoy triste y siempre me llena de energía en especial en estas fechas.

—Te dije que estaba bien. —Se apartó las lágrimas que le salían de nuevo y tuvo que buscar un paño para sonarse la nariz.

Zissel tenía esa forma de ver el mundo que él trataba de entender. A pesar de todo el daño que le habían hecho, le resultaba más sencillo abrirse con la gente, conversar con personas como él, hacer todo por el bien del resto, incluso si eso la ponía mal. Pero Priel no podía. Desconfiaba de todo el mundo en Inwelz a no ser que Zissel tuviese plena confianza en ellos y no hubiese recuerdo de ellos tratándola mal, no le gustaba tratar de socializar con personas malas y, si por él fuese, crecía mañana para poder en orden todo lo que le parecía mal.

—No lo parece, pero te prometo que te voy a cuidar hasta que lo estés.

Soltó un ruido entre divertido y de falsa molestia, no había mucho que hacer cuando algo se le metía en la cabeza a Zissel.

—¿Cómo va tu cubrecama? —preguntó y apenas terminó de decirlo, se le salió un estornudo.

—Bien, llevo la mitad. No es un tejido tan complejo, pero es muuucho —extendió sus brazos lo más que pudo y luego suspiró—. El segundo te prometo que será para ti, aunque creo que tú necesitas un gorro para el frío de Anglesia ahora que vas a ir de vacaciones. O guantes. —Volvió a tomar sus manos entre las suyas, pensando—. Podría decirle a mi abuela si me compra lana de la gruesa, así serían realmente abrigados.




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