Destino encantado

Algo que amar

Ken.

Kenneth es todo, menos valiente.

Estoy acostumbrado a huir de mis problemas, de cualquier cosa que me dé esa sensación extraña en el estómago.

Soy simple, soy silencio, soy una pregunta sin respuesta.

Me pregunto qué parte de mí provoca este silencio, este vacío que me ahoga por dentro. Soy lo que la gente quiere que sea, lo que les gustaría ver. La vida pasa frente a mis ojos, y aunque nada es como lo deseo, no hago nada al respecto. ¿Por qué soy así?

Barbie quiere irse, y aunque no puedo ni debo detenerla, quiero hacerlo. No porque la ame o esté enamorado de ella, sino por una razón aún más egoísta: no quiero estar solo.

Quizás he pasado demasiado tiempo sintiéndome solo, a pesar de tener a mil personas alrededor. He hablado con tanta gente, pero siento que nada de lo que digo realmente se entiende, y al final, todo se queda dentro de mí.

Conozco a Barbie desde hace relativamente poco, pero algo en mí me dice que puedo confiar en ella, algo dentro de mí lo hace sin cuestionarme.

Y realmente me agrada. Es mi amiga, y eso hace que me agrade aún más. Siento que con ella no tengo que avergonzarme de nada; por fin encajo. Es menos complicado, no tengo que ocultar nada, porque sé que lo entenderá. Y realmente deseo seguir compartiendo tiempo para ignorar toda la miseria que inspira este lugar.

Pero no voy a hacer nada. En estas situaciones, quedarse petrificado es lo más sencillo.

Me siento feliz por ella, realmente quiero que pueda irse lejos y estar con las personas que ama. Quiero que al menos ella pueda lograrlo.

Pero aún me siento un poco vacío.

Adoro a Teresa.

Realmente lo hago, mucho. Pero siento que ella no ve en mí lo que Barbie sí, algo oculto en lo más profundo de mi ser, lo más amargo, lo que no me permito mostrar.

Teresa ve un yo perfecto que no existe, un Ken imposible, carente de esencia.

Y eso no hace que la adore menos, en lo absoluto. Valoro que ella crea tanto en mí, incluso más de lo que yo creo en mí mismo. Pero a veces desearía que ella pudiera verme en mi peor faceta, la que más utilizo y en la que me siento más cómodo. A veces solo quiero ser el Ken silencioso, pesimista, amargado... y enamorado.

Me gustaría que Teresa lo entendiera.

A veces no quiero abrir mi corazón, a veces no me apetece cenar, soy más débil de lo que ella cree, y no me afecta tanto ese hecho. Me gustaría poder llorar en su hombro sin sentirme obligado a detenerme, porque no tengo que ser más fuerte que eso.

Me disculpo internamente con Barbie por ser tan egoísta, y con Teresa por ser tan malagradecido.

Pero a veces solo puedo sentirme así.

Aun así, voy a ayudar a Barbie tanto como me sea posible, si eso significa que pueda regresar con las personas que la aman.

Me siento ligero con esa decisión.

Finalmente me enfrento al objeto que he evitado durante días: mi mochila. No la he abierto; he preferido pedir lápices prestados a mis compañeros en lugar de abrirla. Es una excelente estrategia para socializar, aunque ahora no puedo seguir siendo egoísta. Realmente quiero ayudar a Teresa en la competencia.

El ocaso ilumina tenuemente el cuarto, y la brisa sacude las cortinas. El clima es precioso, pero yo me siento fatal.

Tomo la mochila, que pide a gritos ser lavada, me siento en la cama y la coloco en mi regazo. Abro el primer bolsillo, meto la mano en busca de la cámara retro, pero me encuentro con una caja liviana. Con suerte, no son restos de algo que una vez fue.

La pequeña caja rosa está abollada en las esquinas, y algunas de las galletas en su interior están rotas. Las había olvidado por completo. Abro el empaque y huelo para asegurarme de que aún estén en buen estado. Lo están.

Aunque tengo debilidad por los postres, no me siento tentado a probarlas, porque sospecho que, por muy dulces que sean, me sabrán amargas.

Las dejo en el escritorio para recordar llevarlas a Barbie más tarde.

Continúo buscando y encuentro mi libreta de dibujo, que espera con ansias mis bocetos para la competencia. Sin embargo, la recibo con malas noticias: no tengo nada que ofrecerle, mis pensamientos aún están atrapados en una larga fila, esperando un producto agotado.

Ojeo bocetos anteriores, que no tienen alma, ninguno captura la emotividad que busco, aunque no estoy seguro de que es en realidad lo que quiero. Llego a la página donde guardo fotos del atardecer, sabiendo que contienen la esencia de las flores y el ocaso. Me dejo envolver por los recuerdos, sintiendo la brisa fantasmal acariciar mi piel y evocando el dulce aroma de los campos de lavanda. Observo cuidadosamente cada fotografía, tratando de memorizar cada detalle para recrear el cuadro en mi mente. Pero evito la última foto, porque sé que si la miro con detenimiento, no habrá manera de superar lo que siento.

Cierro la libreta, como si pudiera apagar los recuerdos, y continúo buscando. Finalmente encuentro la cámara. Es más pesada de lo que recordaba cuando la sostuve por primera vez, pero verla aún me emociona un poco. Muestra signos de que la vida no ha sido muy amable con ella, pero aún conserva su revestimiento.

Algo parece revolverse en mi interior con la imagen, se siente conocida y no pongo en tela de juicio mi propio subconsciente y su excelente memoria, esto podría ser algo que ya había visto antes.

La cámara puede ayudar a Teresa en la competencia, y eso me emociona.

Una pequeña pestaña sobresale de la cámara. Me pregunto si alguna parte se ha descompuesto por haberla tirado descuidadamente en mi mochila. Intento empujar la pestaña hacia dentro, pero no encaja, y el pánico me invade.

Tiro suavemente y me encuentro con un trozo de papel fotográfico. No recuerdo haber tomado más fotos después de las que guardé en mi libreta.

Tiro de la esquina de papel con mis dedos.

Mierda.

Mierda.

Mierda.

Encuentro algo para lo que no podría haberme preparado, para lo que decidí no prepararme.Es como una bofetada.



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En el texto hay: romance, boyslove, girlslove

Editado: 18.11.2024

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