"Señor, delante de ti están todos mis deseos,Y mi suspiro no te es oculto".
Salmos 38:9
 Floreció de a poco una sonrisa pícara en su cara, se sentó a su lado y como si fuese la cola de un gato jugueteando, un brazo la rodeó y posó la atrevida mano en su muslo izquierdo, así se quedaron hasta llegar al farallón; en la calma de la inmensidad se sumergieron en el mar mientras sus compañeros reían; definitivamente no iban a poderse emparejar las señoras con los señores, porque cada uno tenía un objetivo diferente, el argentino solo quería inmortalizar el paisaje dentro y fuera del agua, el resto de la tripulación conversaba de otros asuntos, tenían un propósito distinto al que venían planeando los autores de aquel paseo. 
 Ya en el sitio capturaron las imágenes de los corales, solo dos de los viajeros pudieron contemplar la estatua de la virgen María sumergida en el fondo pegada de la enorme piedra; el argentino y un hombre de la tripulación, las viejas damas decidieron quedarse en el bote intentando llamar la atención de Max quien no mostraba absoluto interés en nadie, minutos más tarde el galán junto a Isabel se encontraban entre las olas, tomados de las manos, mecidos por el agua fría; en el aceituna de sus ojos ella se miró como en un espejo, se concentró en ese rostro detallando los pliegues de la piel que podían predecir la edad, la comisura de la boca, el castaño claro de sus cejas pobladas, pestañas largas y abundantes que custodiaban el brillos de aquella mirada, el cutis terso y blanco, labios pequeños y carnosos que parecían vibrar al hablar, finalmente un moco grande y verde que decoraba su perfilada nariz la saco del encantamiento. 
 Tratando de contener la risa miraba en redondo, se sumergió varias veces bajo el agua y al salir no lo encontraba, de pronto desapareció, su corazón se agitó al pensar que de momento todo podía ser un sueño; sorpresivamente él apareció detrás de ella, le jugaba una broma al pasar por debajo de la lancha una y otra vez de ida y vuelta desencadenando en ella una risa nerviosa, como un pez la rodeaba, se acercaba, se alejaba hasta que ella tocándose el cabello cariñosamente le dijo: 
— Es mejor que no se acerque tanto a mí, no vaya a ser que salga una esposa celosa del agua y me agarre de los cabellos. 
 Inmediatamente el notó que fue capciosa, replicó entonces: 
— ¡No tengo esposa! Soy viudo. 
¡Qué vergüenza! Un nudo en la garganta y un vacío en el estómago se apoderaron de su cuerpo. 
— Lo siento mucho. -Dijo secamente bajando la vista- 
 Él recorrió su rostro con la mirada, tal vez disfrutando de lo que estaba observando. 
— No importa, ya pasó, lo he superado. 
 Rompiendo el hielo que súbitamente los abrazó él preguntó: 
— ¿Qué edad tienes tú? 
— 35 ¿y tú? 
— 35 igual que tú -mientras le bailaba la mentira en la mirada-. 
 La nieve de sus cabellos ponía en evidencia que era un poco más; sin embargo, Isabel no puso en duda ninguna de sus palabras, entre chiste y chanza se mantuvieron hasta que cayó el atardecer, más tarde se escucharon las campanas de retorno a la bahía; un sosiego abrazó a la tripulación, silencio, paz, serenidad, habitada en cada uno de ellos que contemplaban el sol mientras se ocultaba en el horizonte; Max e Isabel sentados uno al lado del otro inmersos en sus pensamientos ‹‹¿será cierto que el universo conspirará para que esto suceda?›› en ella sin cesar, ‹‹que día tan bonito hace hoy›› pensó él en algún momento sin agregar mas nada. De vez en cuando sus dedos se rozaban provocando escalofríos en sus columnas, liberando sonrisitas picaras y traviesas. 
 Al llegar a la orilla se encontraron con la realidad y el final de la aventura, Isabel forzó una sonrisa con el corazón latiéndole desesperadamente, sabía que concluía la historia, no había ningún atisbo de que existiera algo más desde ese punto en adelante, no cruzaron más palabras, ni siquiera miradas. 
 Como los perros que se quieren morder la cola Isabel dio una y otra vez muchas vueltas en la orilla de la playa, mojándose los pies, mirando los restos de las olas que chocaban y dejaban una estela de espuma al volver al mar, ‹‹no puede ser solo esto, no puede ser todo ¿realmente esto es todo? ¡tiene que haber algo más!›› alzando la voz a grito en silencio levantó la vista al cielo, los rayos de luz comenzaban a despedirse ‹‹bueno universo ¿y entonces? No se supone que me ibas a conceder mi deseo ¿no se supone que yo lo iba a decretar y tú me lo ibas a dar? ¿y entonces? porque esto llega hasta aquí›› a lo lejos estaba sentado aquel hombre, Max no la miraba estaba, encandilado por uno de los últimos rayos de sol. 
 Isabel levantó sus pertenencias de la arena, metió la barriga, saco el pecho, levantó el mentón y decidida a no perder su oportunidad se fue a despedir, con paso en cámara lenta se acercó, agachó la cabeza para pasar debajo del toldo blanco y a los dos hombres sentados al borde de las tumbonas verdes les dijo con voz ronca: 
— Fue un placer haber estado con ustedes en el paseo, espero que se sigan divirtiendo ¡hasta pronto! -con un ademan- 
 Max la miró y adivinó que ella estaba interesada en él, ese brillo en su mirada la delataba por más que intentara disimular. 
— ¿A qué se dedica usted señorita? 
— Soy enfermera, trabajo a domicilio y cobro por horas. —Respondió haciendo media reverencia con la cabeza— estoy a la orden, —se ofreció con una ligera sonrisa en los labios—. 
— Yo soy empresario. – mencionó- me dedico al comercio de una fábrica de muebles para dormitorios, algunos cuadros y también colchones. En realidad, aprovecho cualquier cantidad de circunstancias comerciales que se me presenten. Siempre estoy ocupado, si me llegara a enfermar de estrés podría necesitarte. 
— Es posible que en algún momento pueda brindarte mi apoyo, siempre y cuando estés enfermo de verdad. 
 Arqueando los ojos y riendo con picardía se dieron las manos, ella le dejó su número telefónico escrito en una servilleta y se fue. 
 Llegó a la parada de los buses que iban directo a la residencia donde vivía con sus roomies, a través de la ventana contemplaba el verde de los árboles, sentía la brisa pegajosa del clima húmedo, el calor abrazador que hacía en aquel momento, se preguntaba una y otra vez ‹‹¿esto es todo?›› sacó el libro del bolso y conversó con él en susurros: 
— No puede ser que esto sea todo lo que eres capaz de hacer por mí. 
 Soltó una carcajada que maravilló a los demás pasajeros que voltearon a verla, pegó la vista al suelo del vehículo, se quedó en total silencio en el acto. Llegó a su destino, camino un par de cuadras antes de llegar a casa, una vez en su habitación justo antes de bañarse para quitarse el agua salada, el zumbido del celular la alertó, presionó dos o tres teclas para desbloquear la pantalla, abrió los ojos como dos huevos fritos; allí estaba la notificación de un par de mensajes cada uno en una aplicación diferente. “Número desconocido”, “Hola soy Max” el fortachón pícaro que sonreía con descaro, se llevó el teléfono al pecho, dejo escapar un gritillo, bailaba de forma alocada, reía de manera infantil saltando en todas las direcciones, casi no podía creerlo <<si no le interesara no habría escrito>> no había forma ni manera de borrar esa sonrisa tonta de su cara, no contesto de inmediato, se tomó su tiempo, ella era importante también. 
 Guardó el contacto, a los quince minutos escribió “Yo soy Isabel” no hubo más mensajes; se sintió decepcionada, suspiró y continuo con sus actividades, se echó un baño de agua fría mientras cantaba una vieja canción “te quiero así, tu conmigo yo para ti, inventando un cielo color caramelo, vivir por vivir…” entrada la noche… un nuevo mensaje de texto: 
— ¿Qué haces? -era Max- 
— En casa, viendo televisión. – contestó rápidamente – 
— ¿Puedo verte, puedes venir a mi casa a comer conmigo y mi amigo? Estoy preparando langostas. 
 Isabel tardo un poco en responder, jugueteaba con sus dedos, se tronaba los nudillos, sintió palpitaciones, la invadió la duda, la prudencia pudo más. 
— No voy a casa de hombres solteros, no es apropiado estar a solas con un desconocido y menos dos. 
 Max insistió dos veces más, pero, un definitivo y rotundo no zanjó la conversación. 
 Quizás no sabría más de él, se lamentó; ella sabia que eso era lo correcto. Llegaron sus compañeros y con lujos de detalles les narró los acontecimientos de aquel día, eran un chico y una chica más jóvenes que ella, estudiantes universitarios, que la querían más como una hermana mayor que como una compañera, se sentaron en el piso frente a ella en posición de indio, mirándola con atención, viéndola revivir con entusiasmo cada palabra; cenaron y se pusieron a ver el televisor. 
 Una hora antes de la media noche Max la invitó a bailar, solos ellos dos, se lo comentó a los chicos, estos la animaron a que continuara con la aventura, que dejara que el destino o el poder del universo los llevara hasta donde fuese posible. No obstante, ella quería que esa historia no fuese temporal, quería un amor genuino, verdadero. 
 Max volvió a insistir a las 11.15: 
— Ya que no quisiste cenar conmigo, no me desprecies la invitación para ir a rumbear. Mi amigo está cansado y se durmió, estoy aburrido y no tengo sueño. 
 Los amigos gritaron en coro: 
— ¡SI! ¡debes ir! Debes salir de la rutina, hace mucho tiempo que no tienes un compañero, ni un amigo, ni una pareja, ni siquiera tienes una aventura; aprovecha esta oportunidad. 
 Exaltada ella lo reconoció y le escribió “está bien, te esperaré” él quedó en que pasaría por ella a la hora en que la cenicienta termina el baile, muy poco tiempo para maquillarse, vestirse y peinarse, mientras se paseaba de un lado a otro sacando ropa de los cajones los cómplices se desternillaban de risas sin parar. 
 Se cambió de ropa varias veces, se puso un vestido rosa, luego un pantalón verde, se lo quitó, se peinó, se despeinó, se perfumó, se volvió a lavar la cara, no recordaba si se había cepillado, finalmente uso un mono de algodón color negro en combinación con una blusa cuello redondo sin mangas de malla con un estampado de flores rojas; apenas si se puso brillo en los labios y terminó por atar su cabello ondulado en media cola, danzaba por toda la habitación, se reía, se acostaba, se volvía a levantar, viviendo unos minutos interminables mientras esperaba al príncipe azul. 
 Dieron las doce en el reloj colgado en la pared, sonó el dispositivo, esta vez una llamada entrante, repicó tres veces hasta que con las manos húmedas presionó la tecla de “on” y escuchó una voz fuerte, clara y varonil: 
— ¡Estoy aquí afuera!
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Editado: 01.11.2025