Sus pensamientos estaban dispersos mientras desenrollaba el hilo gris. El día era gris. Su vestido de lana desgastado también era gris y suspiró con tristeza sin apartar la vista de su tarea.
La señora Dustin tejía de manera sorprendente a su lado, sus años de práctica la habían hecho una experta y pensaba que jamás podría tener la habilidad que poseía toda una dama como ella. Por más que lo intentó siempre terminaba en desastre, la admiraba. Su semblante sereno y tranquillo mientras llevaba a cabo la labor con tanto cariño y esmero concentrada totalmente en la tarea la hacían parecer ajena a toda preocupación y tormento, pero había perdido a un hijo en la guerra y su hija mayor estaba casada lejos de allí. Sólo tenía a su compañero de vida que estaba más allá en aquel silencioso salón escribiendo algunas cartas, también había servido al ejército, aunque ya era muy mayor y estaba de baja por alguna lesión en su pierna izquierda durante los tiempos de guerra. A pesar de ello aun prestaba servicio de entrenamiento estratégico durante temporadas. Su clase y abolengo le permitían vivir cómodamente sin restricciones.
Su deber en aquella hermosa casa era de hacerle compañía a la señora Dustin, que aunque bien podría tratarla como servidumbre la acogió como una hija, era como si los señores Dustin de pronto la adoptaran, aunque ya estaba demasiado mayor les estaba agradecida por el empleo que ponía un techo sobre su cabeza y comida en su boca. En apenas dos años le enseñaron a leer y a escribir entre muchas otras cosas que aunque no era su deber lo hicieron con paciencia y cariño, les estaba agradecida y por ello no quería dejarlos aún.
Después de todo lo que pasó le dieron más que un trabajo cariño sincero y ella les tenía un respeto enorme, recordó como bien decía siempre papá Leo "el amor se pagaba con amor". Recordar a ese gran hombre tras las torpes puntadas que daba pinchándose de vez en cuando el dedo hizo que le doliera más el pecho. Lo quería realmente como un padre, aunque ambos sabían muy bien que no lo era, era una huérfana siempre lo había sido, sin embargo Dios le había regalado una pequeña familia humilde durante un buen tiempo para que los designios de la vida también se la arrebataran, como quizá también sucediera con su familia verdadera, esa a la que nunca conoció y de la que no supo jamás.
Se volvió a pinchar el dedo con la aguja y compuso una mueca soportando el pequeño dolor.
Ahora la misma vida le daba otra con los Dustin. En realidad no estaba sola, nunca lo estuvo. Siempre hubo quien la quisiera y acompañara aunque fuera en pensamientos, excepto ese año terrible. Se estremeció y con los ojos cerrados agradeció a Dios por todas las personas buenas en su vida aquello era un año que deseaba con todas sus fuerzas borrar de su mente, pero siempre volvían los recuerdos pinchando como una aguja de tejer.
La señora Dustin se revolvió en el asiento de piel mullido y haló el cordón del hilo gris haciendo que su ayudante de labores abriera sus ojos con un pequeño sobresalto, sabía que debía dejarla ir como dejo ir una vez a sus hijos, para no verlos regresar. Sonrió de lado mirándola con ternura, era una joven muy dulce y preciosa nada que ver con aquella que había llegado hacia 2 años desgarbada, sucia y frágil. Parecía a punto de quebrarse o desvanecerse en cualquier momento, tan delgada que creyó que no había comido en meses. Desesperada. Asustada y con una historia tan triste como aterradora. No dudó ni un momento en ayudarla, tampoco paso mucho tiempo para tomarle verdadero cariño y desde entonces buscar alguna forma de verla sonreír. Era apenas una muchacha de 22 años, bonita, rubia y con unos encantadores ojos grises enormes, sabia por su historia que su corazón estaba en algún lugar de Glasgow y que había llegado muy lejos para detenerse, aunque notaba siempre que en el fondo seguía teniendo miedo.
- Debes escribirle mi niña – insistió sin mirarla
- ¿Y qué voy a escribirle Señora Dustin? - suspiró lamiendo una pequeña gota de sangre de su dedo - Quizá no quiera verme y no creerá en una carta
- Vendrá por ti si es un caballero de palabra
- Temo que nunca venga, no me buscó jamás, ¿por qué lo haría ahora que ha pasado tanto tiempo?
- Entonces ve allá y pregúntale de frente – dejó el bordado clavándole la mirada adusta
- Sus ojos grises se empañaron – y si me dice que.... - apretó sus blancas manos en el bordecillo de madera cuadrado del pedestal donde tensaba el bordado - Yo... sé que debo ir... iré... prefiero verlo una vez mas y... si me rechaza... – una lagrima corrió y cayó en su regazo, pero la otra la limpio con fuerza dejando escapar un suspiro
- Entonces vuelve a esta casa en donde te recibiremos con los brazos abiertos hija, ¡le escribí a un conocido que me debe unos cuantos favores en Edimburgo linda! – Exclamó el señor Dustin agitando una carta en su mano desde el sillón – en un par de semanas puedes embarcarte tú
- Abrió los ojos como platos – ¿¡Dos semanas?! Yo... no tengo como pagarles...
- ¡Ya, ya! No vengas otra vez con eso Angelique, nosotros no tenemos suficiente para devolverte la alegría que trajiste a esta casa – dijo la señora Dustin con una sonrisa – debes recuperarlo y con él tu felicidad
- Sonrió tímidamente – soy feliz aquí, con ustedes
- Pero estas vacía niña, si no vas a verlo no sabrás si es posible otra vida para ti, la que te mereces – se giro y la abrazó con los ojos inundados - Ve a alcanzar al fin la felicidad
Esa noche al quitarse su cofia y su vestido gris oscuro detalló un objeto, antes era una cadena que le llegaba hasta el pecho, pero se había maltratado tanto con el viaje que apenas quería tocarlo. Un guardapelo de plata que tenía grabados una H y una V, en el centro brillaba una pequeña esmeralda y al abrirlo tenía un desgastado y rayado espejo. Era una joya preciada que papá Leo le había entregado junto con una palabra "búscalo", pero en ese momento no tenia mas cabeza para pensar a que se refería estando en medio de una guerra. Aun no sabía que significaba aquello. Protegió y guardó lo único que le quedaba de una vida que creía perdida entre soldados heridos, cañones y espadas. Lo apretó contra su pecho y suspiró, le compraría una cadena en cuanto pudiera y volvería a lucirlo, aunque ya se había repetido aquello muchas veces siempre quedaba guardado en la bolsita de cuero verde desgastado, a resguardo, por miedo de perderlo como había perdido todo.