Destinos Cruzados

Adiós Cristina

 

Le parecía una pesadilla.

Caminó bajo la lluvia con sentimientos de rabia e incertidumbre, se sentía engañada acosado por montones de dudas hasta llegar a surtirse por un instante totalmente sola. Se detuvo bajo un árbol y se preguntó qué hacía allí entonces disfrazada de muñeca y se odió por ser tan ingenua. Fue un momento de arrebato.

Desde que François la liberó no tenía esa clase de sentimientos fuertes que podían dominarla, no supo quién era y la rabia la cegó hasta el punto de perderse en algún momento del pasado. Podría inventarse un nuevo nombre y una nueva vida igual no tenía a nadie. Quizá podría ser Angy otra vez y llevar flores a la tumba del príncipe si era que en realidad estaba muerto, o podría ser... ella y dejarse morir día tras día hasta el final. Recordó aquellos días que quería olvidar con todas sus fuerzas, se sentía de la misma forma, un vacío de terror y un sinsentido. Se sintió en la piel de aquella mujer débil, trastornada y llorosa.

 

 

Entró a la pequeña habitación que solo contenía una mesita redonda en el centro y un camastro militar en una esquina. Ella estaba con la mirada perdida como siempre en un pequeño punto de la pared, entre sus manos frotaba aquella prenda plateada odiaba que recordara quien había sido porque ya no lo era más. Era su mujer le había puesto un nombre nuevo, Cristina; como la muñeca que tenía debajo de su cama cuando era niño, pero esta era de verdad como siempre soñó. Bonita con su cabello largo rizado y desordenado que enmarcaba un rostro de niña lleno de imperfectas pecas, y unos enormes ojos claros. Fue un poco rebelde al principio y tuvo que enseñarle a comportarse como debía, también le había enseñado a la fuerza que ese sería su nombre. Era rebelde, pero no había ser en el mundo que no se doblegara ante él, seguía repitiendo el nombre de otra que quizá conoció alguna vez, aunque ella. Cristina. Era una mujer dócil sin familia hecha para servirle, no era nadie más, aunque seguía aferrada a un pasado inexistente y ese objeto era para ella como un preciado tesoro que la mantenía unida a otra vida. Sintió celos, frunció el ceño y se acercó con la misma rabia que sentía cuando no obedecían sus órdenes, le arrancó de la mano el guardapelo y la miró.

 

- ¿Cuál es tu nombre?

- No por favor devuélvemelo – musitó mirándole a los ojos con temor

- ¿Cuál... es... tu... nombre? – recalcó entre dientes cada palabra y la observo bajar la cabeza

- CccCristina – dijo temblando y en susurros – devuélvemelo

- ¿Esto? – Le mostró el objeto y ella lo miró – voy a quedármelo muñeca y destruiré al fin lo único que te mantiene atada a esa chica, ¿cuál era su nombre? Angelique... ¿Angelique qué? Angelique nadie. Murió hace mucho

- Sus lágrimas empañaban sus ojos y humedecían su rostro – no, por favor

- Si, Cristina... Llora, me gusta que llores y supliques – arrastro una silla y se sentó frente a ella acercándose a su rostro, la observó temblar y arrebujarse en un rincón cubriéndose con el camisón – me encanta cuando me temes. Te amo mucho más y sabes que hago esto por qué te amo Cristina. No tienes a nadie, estás sola, nadie vendrá por ti solo yo. Sólo me tienes a mí en el mundo, por eso eres mía - tomó el objeto y lo tiro al piso con fuerza. Con su bota lo arrastró pisoteándolo dejando una marca blanca del metal y reía mientras ella lloraba – ¿necesitas este objeto? ¿Quieres que te lo devuelva? – le susurró con frialdad

- Nnno no sé qué es eso señor

- ¿Quién eres?

- Cristina. Para servirle

- Muy bien muñeca – se quitó la chaqueta verde militar colocándola alrededor de la silla y ella cerró los ojos con fuerza pues sabía lo que seguiría

Meses después de mantenerla cautiva estaba acostada en el camastro como si estuviese muerta, boca abajo con los ojos abiertos mirando el piso. El lugar no tenía ninguna ventana y solo sabía que pasaban los días por la comida que casi nunca probaba por completo. Estaba ojerosa, sucia, demacrada y despeinada. El silencio dentro de aquella habitación convertida en celda era siempre agonizante, y cuando él entró tras de sí la puerta abierta dejó colar mucho ruido de hombres en movimiento, gritos y caos

- Nos vamos Cristina – le tiro un vestido viejo sobre sus pies – los Belgas vienen apoyados por el mar – ella no se levantó lo que hizo que la cólera le enrojeciera el rostro, se acercó y como si fuera una muñeca de trapo la levantó del camastro – ¿quieres morir? – la sacudió por los hombros, pero hacia tres meses que hiciera lo que hiciera no hablaba – ¡bien!

La dejo sobre la cama sentada mirando al suelo mientras se paseaba desesperado por la habitación, golpeó la pequeña mesa de madera y la tiro contra la pared con fuerza destrozándola, el ruido no la movió de su sitio. Maldijo incontables veces en francés, él solo hablaba francés con ella aunque sabia varios idiomas por su educación y rango.

- Levántate y vístete, yo no quiero que mueras

Pero no lo hizo, su mente estaba en blanco. Muy poco le importaba si moría o él la mataba al fin ya que cuando no hacía lo que quería se ponía violento era la oportunidad para que acabara con su vida, pero nunca lo hizo. Cada que entraba al cuarto una o dos veces por semana después de jugar con ella se sentaba a su lado sin tocarla y lloraba. Dejaba salir a otro hombre menos despiadado aunque igual de desquiciado, le contaba de su trágica niñez y que a pesar de poseer dinero y abolengo fue desdichado. Su madre no lo quería mientras que alegaba que a sus hermanos si y quizá ella sabía el alma negra que tenía por eso se comportaba de ese modo como todos creían que era. Disfrutaba el hecho de que ella peleará y le suplicara, la obligaba a hacer lo que quisiera y a decir lo que él pensaba. De pronto se acercó despacio y le habló mientras la ponía de pie y tomaba el vestido para ponérselo con la delicadeza y el cariño que jamás mostró, ella lo veía fijamente inexpresiva




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