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El rugido familiar del motor del auto de Ángel y Milagro rompió el tenso silencio de la noche en la manada. Los Alfas habían regresado.
Arturo, cojeando y con el tobillo vendado gracias a las atenciones de uno de los guerreros que lo acompañaron en la búsqueda, aguardaba en la entrada del palacio. La adrenalina que lo había impulsado horas antes comenzaba a desvanecerse, dejando paso al peso del dolor físico y a una ansiedad creciente por la conversación inevitable que estaba por venir. El aire frío de la noche mordía su piel, pero el nudo en su estómago era más punzante que cualquier brisa helada.
Ángel y Milagro descendieron del vehículo con rapidez, sus rostros tensos por la preocupación y el cansancio del viaje. Al ver a su hijo, su alivio inicial se convirtió de inmediato en alarma al notar su cojera y el vendaje improvisado en su tobillo. Los ojos de Milagro, usualmente cálidos y llenos de dulzura, se abrieron con sobresalto.
—¡Arturo! ¿Qué te pasó? ¡Estás herido! —exclamó, corriendo hacia él. Su voz, cargada de angustia materna, sonó más alta que el aullido de cualquier lobo. Se arrodilló sin dudar, tomando con cuidado su pierna para inspeccionar la venda.
Ángel se acercó con paso firme y silencioso. Su mano, fuerte y pesada, se posó en el hombro de Arturo como un ancla. Su mirada, implacable y severa, hablaba más que cualquier palabra.
—¿Te atreviste a salir? ¡Te di una orden directa, Arturo! ¿Cómo pudiste desobedecerme? —Su tono era grave, contenido, pero cada sílaba llevaba el peso de un Alfa traicionado por el juicio de su propio hijo. Debajo de esa reprensión, Arturo sintió algo más: preocupación, casi dolor.
Tragó saliva. El latido constante de su tobillo herido le recordaba que no había forma de salir de esta ileso, ni física ni emocionalmente.
—Estoy bien, madre. Fue solo una trampa que dejaron los humanos al huir. —Intentó sonar tranquilo, pero su voz tembló con un deje de fatiga y dolor.
—¿Una trampa? —repitió Ángel con incredulidad, erguido como una montaña. Su ceño fruncido se endureció aún más. —¿Y por qué estabas cerca de una trampa, Arturo? ¿Qué hacías fuera del palacio? Te ordené que permanecieras a salvo.
No alzó la voz. No necesitaba hacerlo. El silencio que siguió fue más duro que cualquier grito.
—Desobedecí, padre. Lo sé. Pero tenía que asegurarme de que se hubieran ido. Sentí que la manada necesitaba que alguien lo hiciera. Sentí que… era mi responsabilidad. —Sus palabras eran sinceras, aunque sabía que para un Alfa, eso no justificaba romper una orden.
Ángel lo miró largamente, como si buscara algo en su interior: madurez, arrepentimiento, o quizás, el eco de sí mismo en su juventud.
Milagro, aún arrodillada, levantó la vista. Su rostro mostraba lágrimas contenidas y un orgullo silencioso. Porque, aunque Arturo había desobedecido, también había demostrado algo que ningún castigo podía borrar: valor.
—Y tenían razón —intervino el beta Alfonso, recién llegado—. Se fueron. Los vigías los vieron partir en sus barcos hace un rato —añadió, mirando a Ángel con la esperanza de que sus palabras suavizaran la reprimenda. Omitió, eso sí, el hecho de que no habían encontrado a los invasores en tierra.
—¿Y tú dónde estabas? —preguntó Ángel con el ceño fruncido, su tono cargado de molestia.
—Disculpe, mi Alfa —respondió Alfonso con voz respetuosa—. Estaba en la manada Esperanza.
Conocía a Ángel lo suficiente como para saber cuándo no debía dar más explicaciones. Como amigo suyo, sabía que había momentos en los que el Alfa Supremo necesitaba espacio para procesar, y este era uno de ellos. Así que bajó la cabeza en señal de sumisión.
Ángel y Milagro intercambiaron una mirada densa, cargada de sentimientos encontrados. La desobediencia de su hijo no podía pasarse por alto, pero el hecho de que el peligro se hubiera disipado y que Arturo hubiera actuado movido por instinto protector no era algo que pudiera ser ignorado.
En ese momento, uno de los curanderos de la manada, alertado por la llegada de los Alfas y la noticia de la herida de Arturo, se acercó rápidamente. Con manos expertas y rostro sereno, se arrodilló junto al muchacho y examinó el tobillo vendado.
—Es una herida profunda, Alfa —dijo tras una rápida inspección—, pero está limpia. No hay fractura aparente. Deberá guardar reposo y tomar las hierbas cicatrizantes. Sanará pronto. Él es fuerte.
—¿Y por qué no viniste antes? —espetó Ángel, su tono cortante. La furia apenas contenida por la preocupación latía en cada palabra—. ¿Por qué esperaste a que yo llegara para atender a mi hijo?
El curandero mantuvo la calma, aunque bajó la mirada con respeto.
—Tranquilo, mi amor —intervino Milagro, suavizando la tensión con su tono apacible—. Seguro hay una explicación para eso... ¿verdad? —preguntó, mirando al curandero.
Él asintió con deferencia, sin atreverse aún a hablar, mientras los Alfas procesaban todo lo que había ocurrido. El aire se cargaba de emociones: orgullo, enojo, temor… y algo más profundo que aún ninguno de ellos podía nombrar.
—Alfa, Luna… gracias a su beta fue que me enteré de la condición de su hijo. Por eso vine de inmediato. Discúlpenme, pero antes de eso, nadie me había informado de lo ocurrido —se excusó el curandero con voz serena y respetuosa, mientras terminaba de vendar nuevamente el tobillo de Arturo.
Milagro se acercó, su rostro aún marcado por la preocupación.
—Hijo… esto es muy serio. No solo te pusiste en peligro, sino que...
—Hay algo más —interrumpió Arturo.
Fue apenas un susurro, pero suficiente para acallar todo lo demás. Las palabras flotaron pesadas en el aire. Ángel y Milagro lo miraron, alertas, sintiendo que lo más importante aún no se había dicho.
—Si hay algo que yo no sé, dímelo ahora —exigió Ángel, su voz grave, cargada de tensión.
—Es una… sorpresa —dijo Arturo, con una mueca amarga. La palabra se sintió inadecuada. Insuficiente. Casi absurda, considerando lo que estaba a punto de revelar.