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El aire dentro de la cabaña se volvió denso, casi irreal, cargado de una expectativa mística, como si el tiempo mismo contuviera el aliento.
Frente al espejo agrietado y opaco, un resplandor azul cobalto comenzó a formarse, vibrando con una luz hipnótica, como el corazón de una estrella dormida que despertaba lentamente.
Y entonces, de la profundidad de esa luz etérea, una figura emergió con delicadeza: una mujer de facciones serenas, con el cabello largo y oscuro flotando alrededor de su rostro como humo de luna.
Su voz, cuando habló, no atravesó solo el cristal; resonó en lo más profundo del ser de quienes la escuchaban, vibrando en los huesos, la sangre, los recuerdos más antiguos.
—Los estaba esperando… —susurró, su voz un eco melancólico.
Milagro contuvo la respiración, el corazón latiéndole desbocado en el pecho. Arturo sintió que el tiempo se detenía, suspendido en aquel instante de asombroso encuentro.
—¿Quien eres tú? —preguntó Arturo, con un hilo de voz apenas audible, su cuerpo temblaba por la incredulidad y la esperanza—.
—Soy Samanta, bruja de la Luna… y madre de Esmeralda, la pequeña que duerme en esta habitación.
Samanta desde el otro lado del cristal los miraba, su imagen parpadeando ligeramente con cada movimiento
Milagro dio un paso cauteloso hacia el espejo, con los ojos anegados en lágrimas que corrían libremente por sus mejillas. Su voz era apenas un suspiro que rompía el silencio sagrado.
—¡Samanta…! —exclamó, la emoción desbordándola—. ¿Qué te hicieron? ¿Cómo terminaste así, atrapada en este lugar?
Su alma dolía al ver a la que una vez fue una bruja tan poderosa, ahora reducida a un reflejo, atrapada en el cristal.
Milagro recordaba con dolor y nostalgia cuando aquella formidable hechicera la unió en sagrado vínculo con Ángel, el Alfa Supremo.
Recordaba cuando la presencia de Samanta imponía respeto y ternura a la vez, irradiando poder y sabiduría. Ahora, solo quedaba un eco, un reflejo vulnerable encerrado en la oscuridad de una prisión mágica.
—Tú me casaste —murmuró Samanta con una nostalgia que se filtraba a través del velo de cristal, sus ojos fijos en Milagro—. Fuiste guía, maestra… y amiga en mis momentos de mayor dicha.
Un silencio solemne respondió a sus palabras. Pero en los ojos de Samanta, aunque encerrados y velados por la distancia, había una chispa de dolor profundo… y de un amor no correspondido que la había condenado.
Milagro lo entendió entonces, con una tristeza que la invadió por completo. No era culpa de nadie más que del destino, de las elecciones. Samanta había amado al hombre equivocado, y ese amor, tan intenso como prohibido, la había arrastrado a su cruel destino.
Arturo, con la voz entrecortada por la emoción y la urgencia, dio un paso al frente y preguntó con un hilo de esperanza que lo aferraba a la realidad:
—¿Ella… realmente se llama Esmeralda? ¿Ese es su verdadero nombre?
La figura en el espejo asintió suavemente, un gesto de infinita ternura, como si acariciara el nombre con el sonido de su voz.
—Sí… Esmeralda. Igual que el brillo único de sus ojos, igual que las gemas que adornan la tierra que te atrajo a ella. Tú lo supiste desde el primer instante, Arturo. Pudiste comprenderlo sin entender por qué, sin lógica alguna… porque tu alma la reconoció, porque tu lobo aulló su nombre en el momento en que la vio. Es por eso que fuiste elegido. No solo para protegerla de los peligros del mundo, sino para ayudarla a estabilizar su poder, a comprenderlo… y a guiarla en su vida.
—Dime cómo salvarla —suplicó Arturo, las palabras brotando de lo más profundo de su ser—. Qué debo hacer para que se recupere. No puedo perderla… no después de haberla encontrado.
Samanta lo miró con ternura en sus ojos, pero también con una firmeza inquebrantable que no admitía objeciones.
—Aún no es el momento para que estén juntos, Arturo. El vínculo que los une es sagrado, forjado por el destino mismo… pero está incompleto, inmaduro, aún no puede florecer plenamente y estar cerca de ti le hace daño.
Arturo frunció el ceño, la confusión tiñendo su rostro.
—¿Qué quieres decir? Yo soy el culpable de que ella esté así.
Samanta bajó la mirada, como si cada palabra que pronunciaba despertara antiguos pactos y profecías. Su voz se volvió más profunda, resonando con la solemnidad de un oráculo.
—Existe una profecía ancestral: la niña de luz y el lobo de sangre. Dos almas destinadas a cruzar el umbral entre la magia y el caos, entre mundos diferentes. Cuando ambos estén listos, cuando sus poderes hayan florecido por completo… se encontrarán de nuevo. No como un joven y una niña indefensa, sino como lo que verdaderamente son: dos seres destinados a forjar un nuevo camino, a traer un equilibrio al mundo.
Milagro entrecerró los ojos, impactada por la revelación que escuchaba. La antigua leyenda cobraba vida ante sus ojos.
—¿Una profecía? —murmuró, la incredulidad aún luchando con la aceptación.
—Sí —respondió Samanta, su voz teñida de una resignación triste—. La luz despertará en medio de la oscuridad más profunda. El lobo la buscará entre la niebla del olvido y la adversidad. Solo cuando sus poderes estén completos, cuando su esencia sea fuerte y su conexión madure, podrán caminar juntos sin destruirse mutuamente, sin que la magia la consuma o la fuerza del lobo la abrume.
Arturo bajó la cabeza, sus manos temblaban incontrolablemente, el peso de la profecía cayendo sobre sus jóvenes hombros.
—¿Entonces… tengo que dejarla? ¿Abandonarla? —su voz era un lamento.
—Debes confiar, Arturo —dijo Samanta con una suavidad que intentaba calmar su dolor, pero sin ceder—. En unos años, el destino, inflexible y sabio, los reunirá de nuevo. Pero por ahora… Esmeralda debe descubrir su propio propósito, su propia fuerza, lejos de las amenazas y los recuerdos. Y tú, Arturo… debes fortalecerte. No solo como guerrero, sino como el lobo elegido, el compañero predestinado. Tu poder debe madurar.