Destinos cruzados. El lobo y la humana.

Capítulo 7: El único Lobo Rojo de Isla Lúmina.

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El sol, un disco dorado y resplandeciente, brillaba alto en el cielo zafiro cuando el barco de vela atracó con un suave vaivén en la costa de Isla Lúmina, un territorio ancestral y vibrante, saturado de magia primigenia y antiguos pactos que mantenían el delicado equilibrio de la naturaleza.

En sus profundos bosques y valles ocultos convivían tranquilamente, desde hacía quince años, las cuatro grandes manadas: Renacimiento, Esperanza, Amanecer y Paz, cada una con su propósito sagrado, organizadas gracias a Ángel, el alfa supremo, su historia marcada en la misma tierra que las alimentaba y protegía.

Milagro descendió del barco junto a su hijo, su cuerpo agotado por el viaje y la tensión, pero su espíritu aliviado al saber que la pequeña humana estaba a salvo, al menos por ahora.

Había partido a mitad de la noche hacia la isla vecina, desesperada por salvar a Esmeralda de un destino incierto. Ahora, con la niña bajo el cuidado y la protección de Abigail, regresaba sin ella, con el corazón hecho mil pedazos por la despedida… y con un Arturo que, desde que zarpó el bote de regreso, no había pronunciado una sola palabra; su silencio era más ensordecedor que cualquier grito.

Apenas sus pies tocaron la tierra firme y familiar de Lúmina, Arturo, impulsado por una fuerza incontrolable, salió corriendo. Su velocidad era inaudita para su edad, como si una tormenta interna lo arrastrara.

Milagro apenas alcanzó a llamarlo por su nombre, con el aliento atrapado en la garganta, antes de verlo perderse velozmente entre los imponentes árboles del bosque.

Su corazón de madre se encogió en su pecho; un dolor agudo y punzante la atravesó. Sabía que su hijo lo sentía… el lazo invisible pero inquebrantable que lo unía a Esmeralda, el dolor lacerante de la separación, la confusión abrumadora de haber tenido que apartarse de aquella niña que su lobo reclamaba como suya. Y ahora, sin la presencia tranquilizadora de Esmeralda, la verdad de su naturaleza lo golpeaba como un mar embravecido, sin piedad.

Corrió tras él, impulsada por un instinto primario de protección, ignorando su propio cansancio y el dolor de su alma.

Pero cuando finalmente lo alcanzó, lo que vio la dejó sin aire, con el aliento suspendido en sus labios, y los ojos dilatados por el asombro y el terror.

En medio del bosque, bajo la sombra majestuosa de un árbol cuyas ramas se extendían como brazos protectores, Arturo cayó de rodillas sobre la tierra húmeda.

Su cuerpo comenzó a temblar violentamente, a retorcerse de una forma antinatural, como si sus huesos se rompieran y se reconfiguraran desde adentro. Milagro gritó su nombre, una súplica desesperada, intentando llegar a él, pero una ola de energía —una fuerza primigenia e invisible— la detuvo abruptamente, lanzándola hacia atrás. Era como si el bosque mismo contuviera el aliento, susurrando secretos antiguos, presagiando algo extraordinario.

Y entonces ocurrió.

Su hijo se transformó.

No en cualquier criatura común de la manada… sino en un lobo rojo. Rojo como el fuego en su forma más pura y primordial. Su pelaje, denso y brillante, ardía como brasas vivas bajo el sol, emitiendo un fulgor sobrenatural.

Sus ojos, antes llenos de la dulzura de un niño, eran ahora dos abismos negros, insondables y poderosos, que reflejaban una fuerza ancestral. Era una criatura jamás vista en las leyendas, un ser de profecía. Una leyenda viviente materializada ante sus propios ojos.

Y luego… el aullido.

Un lamento ancestral, primitivo y cargado de un dolor tan profundo y estremecedor que sacudió la isla entera hasta sus cimientos más profundos.

Las aves, asustadas, alzaron el vuelo en una bandada caótica; los árboles milenarios crujieron y se agitaron como si una tormenta invisible los azotara, y Milagro, incapaz de resistir esa vibración que tocaba el alma misma —esa resonancia de un poder inimaginable— se desmayó, cayendo sin fuerzas al suelo cubierto de hojas.

Desde el corazón mismo de la isla, el Alfa de la manada Renacimiento, Ángel, compañero de Milagro y padre de Arturo, alzó la cabeza con el ceño fruncido, una punzada de irritación en el pecho.

Aún no había digerido el hecho de que Milagro se hubiera ido sin aviso, en plena noche, llevándose a su hijo sin explicación. Había pasado la mañana entera preocupado, con la angustia carcomiéndolo, sin saber si estaban a salvo, si habían sido atacados.

Pero ahora… ahora todo pensamiento, toda preocupación mundana, desapareció de su mente como si nunca hubiera existido.

El aullido.

Ese lamento primordial y salvaje lo sacudió por dentro, vibrando en cada hueso, en cada fibra de su ser. No necesitó que nadie le dijera quién era el lobo ni de dónde venía ese sonido. Lo supo. Su instinto ancestral, el que lo conectaba con el corazón de su linaje, lo arrastró hacia el bosque sin pensarlo dos veces, como un imán irresistible.

El centinela más cercano apenas alcanzó a informarle, con la voz entrecortada, que el barco de su compañera acababa de llegar. Pero él ya estaba corriendo, su corazón rugiendo con más fuerza que sus pies al golpear la tierra.

—¿Arturo…? —murmuró, su voz un eco en el viento, mientras se abría paso entre la densa vegetación.

Ángel llegó jadeando al claro del bosque, sus pulmones ardiendo por el esfuerzo. Sus sentidos estaban al límite, cada fibra de su cuerpo alerta, el instinto rugiendo como una alarma ancestral.

El aroma de su compañera y de su hijo estaba por todas partes, fuerte, penetrante, entremezclado con algo más… algo etéreo y salvaje que no pertenecía a este mundo, una presencia sobrenatural.

Sus ojos encontraron primero a Milagro, tendida en el suelo, inconsciente, su rostro pálido y sereno. Su corazón de Alfa y de esposo dio un vuelco aterrador.

—¡Milagro! —gritó, su voz desgarrada por la angustia, corriendo hacia ella con la desesperación grabada en cada movimiento.




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