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La luna ya se alzaba en el cielo, un disco plateado que iluminaba el camino entre las copas de los árboles, cuando Ángel y Milagro, finalmente preparados, abandonaron la seguridad del castillo. No hubo palabras; no fueron necesarias. Solo un cruce de miradas profundas, una promesa muda de apoyo incondicional que lo decía todo, un juramento silencioso.
Ambos se transformaron en la penumbra del patio, sus cuerpos alterándose con la magia ancestral de su linaje. Milagro, la loba blanca de ojos azules profundos, pura y luminosa como la nieve virgen, moviéndose con una gracia etérea. Ángel, el imponente lobo negro, sus ojos encendidos como brasas vivas en la oscuridad, fiero y decidido, una sombra poderosa y protectora que se fundía con la noche.
Sus patas golpeaban la tierra con fuerza y un propósito inquebrantable mientras se adentraban en el espeso y silencioso bosque de Renacimiento.
Seguían el rastro inconfundible de su hijo, una mezcla olfativa de dolor, confusión y un poder ardiente que les quemaba las fosas nasales. La noche no era un obstáculo, sino una aliada para sus sentidos agudizados de lobos alfa.
Cada olor sutil en el viento, cada huella marcada en el barro húmedo, cada rama rota en la desesperada carrera de Arturo era una señal clara y dolorosa: su hijo seguía corriendo… y estaba herido, perdido en su propia y aterradora transformación.
Tras una larga y tensa persecución a través de la densa vegetación, sus cuerpos lobunos se detuvieron de golpe frente a una grieta profunda y oscura entre las rocas milenarias. Una cueva sombría se abría como una boca hambrienta y amenazante, oculta bajo enredaderas centenarias y la impenetrable cortina de sombras de la noche.
De su interior… un aullido.
Un aullido crudo, primal, que desgarró la quietud de la noche con una fuerza brutal, resonando en las profundidades del bosque y en el alma de sus padres. Era un lamento de dolor contenido, de rabia pura, de un alma quebrada.
Y entonces, desde las sombras más profundas de la cueva, una voz ronca y desgarrada por el dolor resonó, apenas un susurro inaudible. Era la voz de Arturo, que aún en su forma lupina, forzaba el nombre.
—¡Vallance! —exclamó Arturo, un gemido que brotaba de su propia esencia, reconociendo el nombre ancestral de su lobo, una parte de sí mismo que ahora lo abrumaba.
Con el instinto maternal rugiendo en su pecho, Milagro dio un paso adelante, lista para entrar sin dudarlo, pero Ángel le gruñó suavemente, una advertencia baja y ronca, para que se mantuviera atrás.
El rugido que emergía de esa cueva no era el de un hijo asustado que buscaba consuelo… sino el de una criatura consumida por un dolor inmenso, un poder descontrolado y una furia incomprensible que los mantenía a raya.
Y entonces, el lobo rojo salió de entre las sombras de la cueva, su figura imponente.
Era un espectáculo aterrador y magnífico. Su pelaje ardía como fuego líquido bajo la luna, cada pelo una brasa viva que danzaba con la brisa nocturna. Sus ojos, completamente negros, eran abismos insondables, vacíos de todo pensamiento consciente, de toda humanidad, solo un reflejo de su tormento. No había un atisbo de reconocimiento en su mirada, solo dolor… y una rabia feroz y primigenia que lo consumía.
Al verlos, Arturo, en su forma de lobo rojo, lanzó un aullido de furia, una advertencia brutal y salvaje que les heló la sangre en las venas. Era un sonido de rechazo, un "no se acerquen".
Milagro gimió bajito, un lamento ahogado, retrocediendo instintivamente, el miedo por su hijo y por la criatura incontrolable en la que se había convertido la paralizó por un instante.
Ángel, el Alfa, se adelantó, imponente en su forma de lobo negro, su postura erguida pero sin amenaza, con una resolución férrea que no podía flaquear. Se acercó despacio, gruñendo suavemente, intentando comunicarse con su hijo, apelando al lazo de sangre que los unía, al instinto de manada que siempre debía prevalecer.
Pero el lobo rojo no lo reconoció. Su mente estaba envuelta en la oscuridad del dolor y el poder.
Con un rugido salvaje que estalló en el aire helado, saltó sobre su padre, clavando sus garras afiladas en su lomo con una fuerza devastadora.
La lucha fue inmediata, violenta de parte de Arturo, salvaje, un torbellino de pelaje y furia. Un cuerpo inmenso chocando con brutalidad sobre el lobo negro en la oscuridad de la noche, dientes brillando, garras rasgando, sangre manchando las piedras frías de la cueva, un rojo vibrante bajo la luz lunar.
Milagro gritó desde lo más profundo de su alma, un alarido de desesperación que se ahogó en el viento. Quería detener a su hijo, interponerse entre ellos, pero entendía, con una dolorosa lucidez, que ese era un combate que no podía intervenir. Era el hijo que se negaba a recibir ayuda en su dolor, arrastrado por su lobo primario, y el padre que se negaba a rendirse a la pérdida, que luchaba por traer a su hijo de vuelta.
—¡Arturo, basta! —rugió Milagro en su mente, proyectando su voz y su angustia hacia el lobo rojo con toda su fuerza de Luna, pero él no respondía. Solo quería una cosa: quedarse solo con su dolor, con su furia incontrolable que lo devoraba.
Ángel no atacaba para herirlo. Solo resistía, con una contención que pocos lobos podrían haber mantenido. Cada embestida salvaje la recibía con una fuerza contenida, gruñendo, mordiendo sin la fuerza letal de un Alfa que defiende su territorio, pero sin responder con todo su poder.
Era su hijo. No su enemigo. Su batalla era salvarlo de sí mismo, de la prisión de su propio sufrimiento.
Milagro, temblando incontrolablemente, observaba cómo el amor incondicional de los padres y el instinto primario y desatado del lobo se enfrentaban bajo la luna, en una danza brutal de desesperación.
Ella lo sabía: el corazón de su hijo estaba roto por la pérdida de Esmeralda y por la abrumadora explosión de su propio despertar. Y si no lo encontraban pronto, si no lograban alcanzarlo en su oscuridad… lo perderían para siempre en la inmensidad de su nueva y aterradora naturaleza.