Destinos cruzados. El lobo y la humana.

Capítulo 10: Un Viaje para Esmeralda.

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Diez años han pasado… y aún no recuerdo quién soy realmente.

Solo sé que un día, hace una década, desperté en una de las camas de un pequeño y cálido orfanato de la Isla Encanto. Las monjas, con sus hábitos impecables y sus rostros serenos, me encontraron dormida allí, completamente sola, como si hubiera aparecido de la nada.

No hubo puertas forzadas, ni ventanas abiertas que indicaran una intrusión; simplemente yo, una niña de diez años, acostada con los pies cruzados, los labios secos por el letargo y una sola palabra susurrada incesantemente en mis labios, la única que mi memoria retenía: Esmeralda.

No recordaba los rostros de mis padres, ni sus voces, ni el calor de su abrazo. No sabía de dónde venía, qué lugar me había visto nacer. Solo tenía mi nombre. Esmeralda.

La directora del orfanato, una mujer de corazón bondadoso y fe inquebrantable, solía decir que fue un milagro divino. Que los ángeles, en su infinita misericordia, me dejaron en esa cama, un regalo caído del cielo. Yo… no sabía qué pensar, mi mente infantil apenas podía comprender la magnitud de esa ausencia.

Lo cierto es que las monjas me cuidaron con una ternura inagotable, y los niños con los que crecí, con sus risas y juegos, se convirtieron en mi primera y única familia.

Fueron los mejores años de mi vida, llenos de inocencia y pequeños descubrimientos… aunque no siempre fueron fáciles de llevar.

En el orfanato, algunos me llamaban bruja. Decían que hablaba dormida, murmullos incomprensibles que solo yo podía oír. Que mis ojos, de un verde tan particular, se encendían de un brillo profundo y casi sobrenatural cada vez que miraba la luna llena… Y no les faltaba razón.

En esas noches de luna llena, siempre sentía algo. Una presencia intangible que me llamaba desde lejos, desde algún rincón olvidado del mundo… una voz quebrada, llena de un lamento ancestral, que gritaba mi nombre con desesperación, con un dolor que traspasaba la distancia. Y yo… yo lloraba sin entender por qué. Me dolía el alma, un dolor agudo y desgarrador, como si alguien allá afuera, en algún lugar desconocido, estuviera sufriendo indeciblemente… y fuera por mí, por mi ausencia.

Pero a pesar de esas sombras inexplicables que me seguían, mi mente brillaba como el cristal más puro de una esmeralda tallada. Fui adelantada dos cursos por mi excepcional rendimiento académico, devorando libros y conocimientos con avidez, y me gradué de bachiller a los quince años, una edad inusualmente temprana.

Hoy, con solo veinte, me estoy graduando con honores como Ingeniera en Minas.

Estudié esta carrera porque, desde el primer momento en que la descubrí, me enamoré de las entrañas mismas de la tierra. Me fascinan las rocas, los minerales preciosos que guardan secretos de millones de años, los cristales que nacen en silencio bajo la presión inmensa de siglos geológicos.

Me asombra cómo cada isla del vasto archipiélago tiene su propia voz mineral, su propia composición única que la distingue. Sobre todo la Isla Encanto, mi hogar adoptivo, llamada así por sus volcanes inactivos que, según las leyendas y los estudios, guardan en su corazón diamantes rojos de una rareza inigualable, una piedra preciosa llamada euclasa de un azul profundo y un extraño metal dorado que solo aparece en las noches de tormenta, como si los elementos lo escupieran.

Diseñar, planificar y supervisar la extracción de esos tesoros escondidos, de esas venas que recorren el cuerpo de la tierra, me hace sentir útil, como si cada mapa que trazo, cada estudio que realizo, fuera también un intento desesperado de descubrirme a mí misma.

Porque quizás… entre las vetas brillantes de obsidiana y las vastas cavernas subterráneas… Algún día encuentre la verdad sobre mí, la respuesta a la pregunta de quién soy realmente.

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El salón principal, bellamente decorado para la ocasión, estaba colmado de aplausos, un eco vibrante de la culminación de años de esfuerzo.

Los nombres resonaban uno a uno en el aire festivo, cada uno con su propia historia, su esfuerzo, su camino recorrido hasta ese día. Yo estaba en la fila, con el corazón latiendo como un tambor frenético en mi pecho, el eco de diez años de búsqueda, de sueños silenciosos y de la promesa de un futuro, todo comprimido en un solo instante trascendental.

—Esmeralda. —Ingeniería en Minas.

Mi nombre fue pronunciado con claridad, resonando en el salón, y el aplauso que siguió me envolvió como un abrazo cálido y sincero, un reconocimiento a mi esfuerzo solitario.

Subí los escalones con paso firme, respirando hondo, sintiendo el peso —y el orgullo agridulce— de cada paso que me había traído hasta allí.

No tengo apellido. Solo un nombre: Esmeralda. Así aparece en mi cédula de identidad, desnudo y solitario. Así está escrito en mi título universitario, la única herencia que poseo. Nadie me adoptó legalmente.

Los que debían hacerlo no lo hicieron, por razones que nunca comprendí. Nunca firmaron los papeles, nunca volvieron por mí. Me dejaron con un nombre incompleto y una verdad imposible de borrar: fui la niña que nadie quería adoptar, sin padres ni familiares conocidos, y ahora soy una mujer que carga con esa ausencia como una marca indeleble en el alma, una parte de mi identidad.

La directora del orfanato me sonrió desde el estrado, con sus ojos llenos de un cariño maternal que siempre me había brindado. Esa mujer que me había encontrado aquella tarde, que me había cuidado como a una hija más en medio de la adversidad.

—Felicitaciones, querida —me dijo al entregarme el diploma enrollado, sus ojos brillando de una emoción genuina—. Has recorrido un camino brillante, Esmeralda… y apenas es el comienzo de todo lo que lograrás.

Sostuve el pergamino entre mis manos como si fuera un fragmento tangible de mi destino. Uno que yo misma había comenzado a tallar con mis propias manos, con mi intelecto y mi perseverancia, como una piedra preciosa aún en bruto que poco a poco iba tomando forma y brillo.




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