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Las ramas viejas crujían suavemente sobre su cabeza, formando un dosel oscuro que apenas dejaba pasar la luz. El viento, portador de aromas a tierra húmeda y hojas muertas, parecía hablarle a Esmeralda en un idioma olvidado, antiguo como la tierra misma, susurrando secretos solo para ella.
Avanzaba sin rumbo consciente, sus pies guiados por una voluntad que no era del todo suya, una fuerza invisible que la impulsaba hacia lo desconocido.
Cada paso la alejaba más y más del hotel, de la bulliciosa presencia de sus compañeros, de la fría lógica que regía su vida. La maleza se hacía más densa con cada metro, enredaderas gruesas se aferraban a los troncos de los árboles centenarios, y la luz del sol apenas se filtraba en hilos tenues entre el follaje espeso.
No sabía cuánto tiempo había caminado, pero su cuerpo no mostraba señales de cansancio; una energía extraña la imbuía. Era como si algo dentro de ella, una brújula ancestral, supiera exactamente hacia dónde debía ir… aunque su mente racional aún no lo comprendiera, resistiéndose a la verdad.
—Ven… sigue caminando, hija del mineral. Ya es hora.
La voz la atravesaba como un susurro fresco y familiar, una melodía etérea que acariciaba sus pensamientos y estremecía su corazón hasta lo más profundo, tirando de un hilo invisible en su pecho.
El sendero se abrió de pronto, revelando un claro.
Frente a ella, en lo alto de una pequeña colina envuelta por robles centenarios cuyas ramas se retorcían como brazos, se alzaba una cabaña solitaria.
Parecía olvidada por el tiempo, una reliquia de otro siglo: cubierta de un moho verdoso, con la madera agrietada y descolorida por las inclemencias y una puerta que apenas se sostenía con las bisagras oxidadas, chirriando ligeramente con la brisa.
Aun así, irradiaba una energía extraña y palpable, un aura de misterio y expectativa… como si hubiese estado esperándola a ella, y solo a ella, desde siempre.
Esmeralda se detuvo bruscamente, el aire se atascó en sus pulmones.
Su respiración se aceleró, convirtiéndose en jadeos entrecortados.
El corazón le latía con tanta fuerza que creía poder escucharlo resonar en sus oídos, un tambor frenético golpeando contra sus costillas.
—Adelante… ya es hora de saber quién eres —dijo la voz, más clara esta vez, resonando no solo en su cabeza como un pensamiento, sino también desde el interior sombrío de la cabaña, como si el propio lugar le hablara.
Y entonces… la puerta, sin una corriente de aire visible ni un toque, se abrió sola.
Un chirrido largo, seco y tristísimo rasgó el silencio sepulcral del bosque, un sonido fantasmagórico que erizó la piel de Esmeralda.
La puerta vieja de madera se ladeó lentamente, con una lentitud desesperante, hasta revelar el interior oscuro. No se veía nada, solo una penumbra impenetrable, un vacío abismal.
Pero desde allí emanaba un calor suave y reconfortante… y un aroma peculiar, indescriptible, a tierra húmeda mezclada con el dulzor del fuego antiguo, como un hogar olvidado.
Esmeralda levantó un pie, hipnotizada, su cuerpo moviéndose por inercia.
Estaba a punto de cruzar el umbral, de sumergirse en esa oscuridad que la llamaba, cuando—
—¡Hey tú! ¡Detente!
La voz, familiar y exasperada, cortó el aire como un látigo, rompiendo el hechizo. Esmeralda se giró bruscamente, el corazón aún palpitando en su garganta, los sentidos alterados.
Entre los árboles, recostada despreocupadamente contra un tronco robusto y sacando su termo de agua, estaba Lía, con el ceño fruncido y los brazos cruzados, una expresión de clara impaciencia en su rostro.
—¿Es que acaso quieres ir presa por entrar a una propiedad sin permiso, Esme? —dijo Lía, alzando una ceja interrogante, su voz teñida de reproche.
Esmeralda se quedó congelada por un segundo, la irrealidad de la situación chocando con la interrupción de su amiga… y luego soltó una carcajada nerviosa, un sonido frágil y liberador. Su cuerpo, tenso hasta hacía un segundo, pareció recordar cómo respirar, cómo relajarse.
—Lía… ¿qué haces aquí? —preguntó, la voz aún con un temblor.
La joven dio un sorbo a su termo, como si estuviera juzgando cada palabra de Esmeralda antes de responder, disfrutando del momento.
—No, no, no. Aquí la que hace las preguntas soy yo. ¿Acaso estás sorda? ¡Llevo rato gritándote y tú ni caso! ¡Caminabas como una sonámbula, Esmeralda! ¡Como si estuvieras poseída por algún ente del bosque o algo así! Te juro que me asustaste.
Esmeralda bajó la mirada, avergonzada por su trance, y luego alzó la vista hacia su amiga, sonriendo con un alivio sincero por la interrupción.
—Tal vez sí lo estaba… —murmuró, su mirada un poco perdida.
—¿Qué? —Lía inclinó la cabeza, confundida.
—Nada… nada —respondió Esmeralda, restándole importancia con un gesto de la mano, mientras se alejaba de la puerta aún entreabierta de la cabaña, la magia del momento disipándose con la presencia de su amiga.
Aunque la voz ya no hablaba en su cabeza, el eco de aquella frase seguía grabado a fuego en su piel, en su alma:
“Ya es hora de saber quién eres.”
Pero no hoy.
Hoy… Lía la había salvado de conocer la verdad. Sin saberlo, la había rescatado del umbral de su propio misterio.
Y mientras ambas caminaban de regreso al sendero, alejándose de la colina, el viento sopló entre las hojas secas de los robles, silbando una melodía de espera.
Detrás, en la cabaña olvidada, la puerta se cerró por sí sola con un suave golpe, como si alguien —o algo— supiera que debía esperar el momento adecuado, el momento en que Esmeralda estuviera realmente lista.
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Cuando ambas chicas llegaron al hotel, el cielo ya se teñía con las sombras profundas del atardecer. Los últimos rayos de sol pintaban el horizonte de naranjas y morados. Las luces cálidas de las cabañas se encendían una a una, como luciérnagas dormidas despertando con la inminencia de la noche.