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Eran las siete de la mañana y el sol de Barlon brillaba con fuerza, derramando una luz dorada y cálida sobre el vibrante paisaje de la isla.
Frente al edificio principal del hotel, Esmeralda, Lía y Marcelo se reunieron con una expresión de determinación silenciosa. Vestían ropa resistente y de aventura, botas de montaña adecuadas para terrenos difíciles y mochilas ligeras cargadas solo con lo esencial, listos para la caminata que les esperaba.
Frente a ellos, cuatro ingenieros locales los aguardaban, todos uniformados con pulcros trajes de faena color beige y el escudo de Barlon, un volcán estilizado, bordado con orgullo en el pecho.
El líder del grupo, un hombre robusto y sonriente de tez morena llamado José, los saludó con un apretón de manos firme y una calidez que inspiraba confianza.
A su lado, un hombre más mayor —alto, delgado, de cabello gris plateado recogido en una coleta baja que caía sobre su espalda— los observaba en silencio. Tenía los ojos hundidos y brillantes con una intensidad inusual, como quien ha visto demasiado de la vida y del mundo, pero aún lo guarda todo celosamente en el pecho, un receptáculo de secretos. Su nombre era Armand, y era el ingeniero con más años de experiencia en la isla, una leyenda local en el campo de la mineralogía.
—Bienvenidos, jóvenes ingenieros —dijo José con voz fuerte y resonante—. Esta caminata es ligera para los estándares de Barlon, pero aun así manténganse alerta. Las minas de esta isla no son inherentemente peligrosas, pero sí muy antiguas y sus pasadizos pueden ser engañosos. Hoy conocerán una de las más importantes y veneradas: la Fosa del Este.
Comenzaron a caminar por un sendero amplio, bien marcado al principio, rodeado de una vegetación densa y exuberante que se alzaba en muros verdes a ambos lados.
El aire olía a tierra húmeda, a musgo antiguo, a la fragancia metálica del hierro y a la humedad de los helechos. Esmeralda iba un poco más atrás del grupo principal, observando todo con una atención casi reverente, como si cada hoja, cada tronco, cada sombra del bosque quisiera contarle algo, susurrarle un secreto.
Aprovechando que Marcelo y Lía conversaban animadamente con uno de los ingenieros más jóvenes, su risa resonando ligeramente, Esmeralda se acercó a Armand, quien caminaba en un silencio pensativo, sus pasos firmes y cadenciosos a pesar de su edad.
—Disculpe, señor —le dijo Esmeralda en voz baja, con una mezcla de curiosidad y respeto—. ¿Puedo hacerle una pregunta?
El hombre giró la cabeza con lentitud, sus ojos profundos la miraron de reojo, la curiosidad se encendió en su mirada experimentada.
—Me llamo Armand —respondió el hombre. —Claro que sí, señorita pregunté lo que quiera—respondió con una voz rasposa, como piedra molida, sin detener el paso.
—Ayer estuve leyendo en una biblioteca cercana… encontré un libro muy peculiar sobre una isla llamada Lúmina. Me llamó mucho la atención, porque esa isla no aparece en ningún mapa oficial que yo conozca.
Armand se detuvo abruptamente. Su ceño se frunció, no con enojo, sino con una mezcla extraña de sorpresa, un atisbo de temor y un marcado recelo. Una sombra pasó por sus ojos.
—¿Cómo sabes tú de Lúmina? —preguntó, su voz tensa, bajando un poco más el tono, como si el mismo nombre fuera un tabú.
—Le acabo de decir que lo leí en un libro, señor Armand —respondió ella con honestidad desarmante, sus ojos verdes fijos en los de él.
El silencio se alargó unos segundos, cargado de una tensión invisible. Los demás seguían caminando más adelante, sus voces distantes, ignorantes del intercambio clandestino que se producía detrás.
—Yo escribí ese libro, señorita —confesó Armand finalmente, su mirada fija en algún punto distante en el bosque—. Pero debo decirle que en persona no conozco la isla. Nadie que esté vivo que yo sepa, la conoce realmente.
Armand miró al frente y caminó de nuevo, pero esta vez a un ritmo más lento, casi pausado, como si pensara en cada palabra antes de dejarla escapar de sus labios.
—Lúmina no es un lugar del que se hable abiertamente aquí en Barlon… porque la mayoría le teme. Existe, claro que existe, y todos los habitantes de Barlon lo saben. Aunque nadie de esta isla se atreve a poner pie allí desde hace más de doce años.
—¿Por qué? —la pregunta de Esmeralda fue un hilo apenas audible, pero cargado de urgencia.
—Porque… lo que habita allí no quiere ser encontrado —respondió Armand con una solemnidad que hizo que a Esmeralda se le erizara la piel—. Y quienes han ido en su búsqueda, simplemente no regresaron. No se sabe si fue por la selva indómita, por las criaturas que la custodian o por los mismos habitantes. Algunos los llaman los Hijos de la Luna. Y no, no tienen aspecto salvaje ni bestial como se rumorea. Se ven como tú, como yo. Pero no te confundas… son salvajes en un sentido más profundo, primordial. No obedecen nuestras leyes, nuestros principios. Son parte de algo mucho más antiguo, más conectado a la tierra y a la luna que nosotros.
Esmeralda tragó saliva, su corazón comenzando a latir más rápido, un eco de aquel tambor que había escuchado la noche anterior.
—¿Usted conoció a alguien que haya venido de esa isla? ¿Acaso vio a uno de ellos?
Armand la miró fijamente por unos segundos interminables, sus ojos taladrando los de ella, buscando algo, reconociendo quizás una chispa familiar.
—Sí —dijo finalmente, la palabra apenas un suspiro—. Hace veinte años, una mujer cruzó a Barlon desde Lúmina. Tenía el cabello negro azabache, la mirada hermosa y penetrante, y en su cuello colgaba un cristal que brillaba con una luz extraña, como una esmeralda viva, pulsante. Nadie supo cómo llegó, simplemente apareció. Un amigo mío, Elías, un hombre bueno y valiente, se enamoró perdidamente de ella. A los pocos años ell murió. Pero aún recuerdo su cara… y el mineral que traía. Ilvayem.