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Once años.
Once lunas llenas implacables sin ella.
Y cada una más difícil, más agonizante que la anterior.
Arturo, el heredero del trono del majestuoso clan del sur, vivía dividido, su ser desgarrado entre dos naturalezas poderosas. Su sangre era noble, pura, su educación firme y disciplinada, forjada para el liderazgo.
Pero su alma… su alma entera pertenecía al lobo que rugía con una furia elemental dentro de él, una bestia primigenia que se alzaba, incontrolable, cada vez que el cielo se teñía de plata y la luna se alzaba imponente, un faro de su tormento.
Desde aquel fatídico día en que tuvo que separarse de Esmeralda, para protegerla según la bruja, la bestia que Arturo llevaba dentro había intentado tomar el control por completo. Era como si la separación abrupta hubiera roto un equilibrio delicado en su ser, una armonía esencial.
Arturo no entendía del todo qué lo unía a esa niña de mirada profunda, de cabellos negros, que apenas había conocido. Pero su lobo sí. Su lobo la había reconocido, había grabado su esencia en su ser, reclamándola como suya.
Y desde entonces… no dejaba de buscarla. No había descanso.
Cada luna llena, sin excepción, la noche en que el poder de su lobo era más fuerte y su consciencia humana más frágil, Arturo era conducido, o arrastrado, al sótano de piedra del castillo familiar, un lugar frío y húmedo que se había convertido en su prisión periódica.
Allí lo encadenaban con grilletes de plata forjada, pesados y relucientes. Lo hacían por su propia seguridad… y por la de todos los habitantes del castillo y de la manada, que temían el poder desatado de su lobo.
El dolor era indescriptible, una tortura física y espiritual.
Las cadenas de plata quemaban su piel como brasas incandescentes, dejando marcas oscuras y profundas en sus muñecas y tobillos. Su respiración se volvía entrecortada, una serie de jadeos guturales, y su visión se nublaba con el sudor y las lágrimas, un velo rojizo que distorsionaba la realidad.
Pero peor que el dolor físico, más lacerante que las quemaduras de la plata, era el grito silencioso del lobo, desgarrando su interior, arañando sus entrañas, desesperado por correr libre… por encontrarla.
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—Hijo… —le decía su padre, Ángel, el Alfa de la manada, más de una vez, con voz grave y llena de un dolor que apenas podía ocultar—, debes resistir. Tienes que dominarte. No puedes permitir que la bestia te controle por completo. Un futuro Alfa debe dominar su lobo… no ser dominado por él. Esa es nuestra ley, nuestra esencia.
Pero Arturo sabía que su lobo no era simplemente indómito por naturaleza. Estaba herido, fragmentado. Incompleto.
Anhelaba algo que el cuerpo humano de Arturo, su mente racional, aún no podía entender del todo. Anhelaba a Esmeralda. Su alma gemela.
—No puede olvidarla, padre —murmuraba Arturo, acurrucado en el suelo de piedra fría y húmeda del sótano, la espalda pegada a la pared, los brazos y piernas cubiertos de las marcas plateadas, cicatrices de su tormento. Su voz era un lamento ronco, casi inaudible.
Su mejor amigo, Dante, un joven leal y estoico, solía ser quien lo vigilaba durante esas noches de tormento, su presencia una compañía silenciosa.
—¿Otra vez soñaste con ella? —preguntaba Dante con voz suave, una mezcla de compasión y resignación.
Arturo asentía con la cabeza, sus labios secos y agrietados por la deshidratación y la tensión. Sus ojos, antes de un miel brillante, ahora lucían apagados, marcados por la angustia.
—Siempre la misma escena —susurraba—. Ella en un bosque oscuro, rodeada de fuego y humo… grita mi nombre, su voz desgarradora, pero no puedo moverme. Algo me retiene, me encadena. Siempre llego tarde, Dante. Siempre la pierdo.
A lo largo de los años, Arturo aprendió a convivir con la maldición que lo azotaba mes tras mes. Cada ciclo lunar lo empujaba a una transformación incontrolable que estremecía los muros del castillo. Sus padres, aunque poderosos, apenas lograban contenerlo. Nadie sabía exactamente qué lo había convertido en una criatura tan feroz… Nadie, excepto Dante.
Solo Dante conocía la verdad. Solo él sabía lo que realmente había sucedido aquella mañana en la Isla Lúmina, cuando Arturo, con tan solo quince años, se transformó por primera vez tras separarse de Esmeralda. Esa historia —la verdadera— no fue compartida con nadie más. Para el resto de la familia, todo comenzó con aquella transformación salvaje, inesperada e imposible de controlar. Desde entonces, creían que el Lobo Rojo había despertado dentro de él sin razón aparente, como una maldición heredada o un castigo ancestral.
Dentro del castillo, todos conocían sus síntomas, pero no sus causas. Veían cómo cada mes el joven perdía el control, cómo su cuerpo se cubría de fuego y furia, cómo sus ojos se volvían negros y sus rugidos sacudían las ventanas. Lo consideraban una bestia. Una criatura que, desde aquel primer aullido, jamás volvió a ser del todo humano. Pero nadie entendía el porqué. Nadie sabía que todo había comenzado por un vínculo roto. Por un lazo que su lobo jamás pudo olvidar.
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Las demás familias nobles, aliadas y rivales por igual, comenzaban a inquietarse seriamente por la situación del joven heredero.
—Es un heredero inestable, —decían en los pasillos, los rumores extendiéndose como un fuego lento.
—Deberíamos buscarle una pareja, Erika es la adecuada, hay que hacerlo antes de que sea demasiado tarde, —susurraban con desprecio y preocupación los del consejo, sugiriendo matrimonios arreglados para estabilizar al clan.
Pero el padre de Arturo, Ángel, aunque rígido en su deber y en las tradiciones, entendía lo que su hijo enfrentaba. No por teoría ni por experiencia ajena… sino porque él mismo había atravesado el mismo infierno.