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El cielo sobre el imponente castillo de la manada Renacimiento se encontraba cubierto por un manto denso de nubes grises, oscuras y pesadas. No solo amenazaban con desatar una tormenta inminente, sino que parecían reflejar la tensión que se respiraba en el aire.
El día, que apenas comenzaba a desvanecerse hacia el crepúsculo, se sentía sofocante y cargado, como un presagio ineludible. La luna, aunque aún oculta tras el velo sombrío de las nubes, era una presencia silenciosa pero poderosa, un ojo invisible que atestiguaba un destino que estaba por cambiar radicalmente para el heredero de la manada.
En el gran salón del castillo, bajo el centelleo opulento de las pesadas arañas de cristal, los últimos preparativos para la fastuosa boda estaban casi listos. Era un contraste cruel y deslumbrante con el ánimo sombrío del novio.
Mientras el bullicio de los preparativos ascendía por las escalinatas, Arturo permanecía inmóvil en su habitación privada, un espacio amplio y sobrio. De pie frente a un espejo de cuerpo entero, llevaba puesto un traje ceremonial de color carbón, confeccionado con telas ricas y pesadas. Estaba ricamente bordado con intrincados hilos plateados a lo largo de los puños y el cuello, símbolo de su linaje ancestral y de su inminente ascenso como futuro Alfa.
Pero su reflejo no mostraba el orgullo ni la alegría que se esperaría de un novio en su día; solo un vacío insondable, una melancolía profunda que parecía haberse arraigado en lo más profundo de sus ojos miel, apagando su brillo.
Detrás de él, la puerta de roble macizo se abrió con un suave, casi inaudible, crujido. Ángel y Milagro, sus padres, entraron en la habitación.
Ángel, con su porte imponente y su rostro marcado por la autoridad y la responsabilidad, pero también por una preocupación apenas disimulada que tensaba las comisuras de sus labios. Milagro, con los ojos cargados de una angustia maternal que apenas podía contener, su expresión un espejo del dolor silencioso de su hijo.
—Hijo —dijo Ángel con voz grave, el tono de un Alfa que está a punto de dar una orden irrevocable, una sentencia disfrazada de consejo—, ha llegado el momento. Todos están esperando tu descenso. El gran salón está rebosante.
Arturo apretó los puños a sus costados, sus nudillos blanqueándose bajo la tela, clavando su mirada desafiante y desesperada en su propio reflejo en el espejo.
—No quiero hacerlo —dijo al fin, la voz áspera y quebrada, un filo de desesperación en cada palabra que rasgó el silencio—. ¿Acaso no lo ven, padre, madre? No estoy listo para esto. Este matrimonio no va a curarme. Mi lobo y yo… solo la queremos a ella de regreso. Solo a Esmeralda.
Milagro se acercó con lentitud, su figura irradiando una tristeza palpable, y colocó una mano suave pero firme en su hombro, sintiendo la tensión en el cuerpo de su hijo, la rigidez bajo la tela fina.
—Lo sabemos, Arturo, lo sabemos —dijo con la voz teñida de dolor y resignación—. No somos ciegos a tu sufrimiento, a tu agonía diaria. Pero los ancianos aseguran, con la sabiduría de siglos y las antiguas profecías, que solo así podrás controlar al lobo salvaje que llevas dentro, que amenaza con consumirte. Solo así encontrarás la estabilidad que la manada necesita, y la paz que tú mismo anhelas. Únicamente Erika, con su magia y el poder de la naturaleza y su linaje, puede ayudarte a controlar y aplacar a tu lobo indomable.
Arturo se giró bruscamente hacia ellos, sus ojos miel, normalmente tan cálidos y expresivos, brillando ahora con un destello feroz, una chispa de rabia contenida que amenazaba con incinerar todo a su paso.
—¿Y qué pasa conmigo? —espetó, su voz subiendo de tono, cargada de resentimiento acumulado—. ¿Qué pasa con lo que siento? ¿Con este vacío que me consume, que me desgarra el alma? ¡Con mi propia alma, la que solo anhela a Esmeralda!
—Hijo… —comenzó Ángel, intentando mantener la calma, su propia voz tensa por el esfuerzo de controlar la situación y sus propias emociones—. La estabilidad de un Alfa no es solo para ti, para tu paz interior; es para todos. Para la manada. Para el clan entero. Un lobo salvaje y sin control puede destruirlo todo a su paso, llevándonos a la ruina, a la vergüenza, a la guerra.
El joven cerró los ojos por un instante, conteniendo un rugido gutural que subía desde lo más profundo de su pecho, una bestia primigenia que luchaba por liberarse de sus cadenas internas, de la razón.
—La única forma de que mi lobo se calme, de que encuentre la paz… es que mi mate esté conmigo —Sus palabras salieron como un susurro desesperado, un lamento del alma que perforaba el silencio—. No Erika. ¡Ella no es mi mate! ¡Nunca lo será!
Milagro tragó saliva con dificultad, un nudo en la garganta. Sus ojos, ya húmedos por el dolor, se llenaron de lágrimas que rodaron sin control por sus mejillas, dibujando senderos brillantes.
—Lo intentamos todo, Arturo… lo juro —dijo con la voz quebrada, casi inaudible, una confesión de su propia impotencia—. Esperamos, buscamos sin descanso, enviamos emisarios a cada rincón, rezamos a los ancestros cada luna llena con la esperanza de un milagro. Pero han pasado once largos años. Y cada luna llena, tus gritos… tu sufrimiento… están acabando con nosotros también. Nos están destrozando como familia, como hogar.
En ese momento, Arturo sintió un escalofrío electrizante recorrerle la columna vertebral, un temblor que no era de frío, sino de una nueva y perturbadora sensación. Su lobo, siempre agitado y ansioso en las profundidades de su ser, se retorció en su interior con una fuerza inusual, como un fuego contenido que de pronto ardía con una nueva, efervescente intensidad.
Era diferente esta vez: no era furia ciega, ni el ansia desesperada de cazar, ni el dolor lacerante de las cadenas… era algo más. Algo nuevo, emocionante, aterradoramente familiar.
—¿Qué te pasa? —preguntó Arturo mentalmente, su voz interior llena de urgencia, de una esperanza que se atrevía a asomarse. Cerró los ojos con fuerza, tratando de concentrarse en la bestia que era parte de él, en su voz interior.