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El palacio se llenaba del murmullo creciente de los preparativos finales —un sonido incesante de voces, pasos apresurados y arreglos florales—, Erika se encontraba en una de las habitaciones principales. Era un aposento lujoso, adornado con sedas suntuosas y cristales que refulgían con la luz.
De pie frente a un espejo de cuerpo entero, la superficie pulida reflejaba tanto su elegante figura como la punzante ansiedad que danzaba en sus ojos azules, destellos de una emoción contenida.
El vestido blanco perla envolvía su cuerpo con una elegancia impecable, la seda fría deslizándose sobre su piel como una segunda piel. El corsé, ceñido con precisión milimétrica, marcaba su cintura con una gracia regia. Sus cabellos negros, lisos y brillantes como obsidiana pulida, caían en cascada sobre sus hombros como un velo natural de ébano. Sus ojos, enmarcados por un sutil delineado, se veían más azules que nunca, intensos y un tanto febriles.
—¿Ya bajó Arturo? —preguntó, su voz un susurro que intentaba, sin éxito, disimular el temblor apenas perceptible que la invadía.
La joven sirvienta que le acomodaba con esmero el dobladillo del vestido, un delicado encaje que rozaba el suelo como una caricia, se detuvo un momento. Su mirada dudó antes de contestar.
—No, señorita. Aún no ha descendido —respondió con suavidad, su tono respetuoso y un tanto evasivo.
Erika sintió un vacío gélido en el estómago, un hueco de incertidumbre que crecía con cada segundo que pasaba. Caminó con pasos lentos y decididos hacia el ventanal más cercano y apoyó la frente sobre el vidrio frío. El exterior brumoso reflejaba su propio estado de ánimo, mientras su mente se llenaba de temores apenas contenidos.
*Por favor, Arturo… no me dejes aquí. No te retractes. No ahora.*
Sabía mejor que nadie que Arturo ya no era el mismo joven risueño y despreocupado que la hacía reír con sus travesuras infantiles. Desde hacía once años, su mundo se había vuelto gris, como el cielo perenne de Lúmina, y con cada luna llena, la distancia emocional entre ambos crecía, convirtiéndose en un abismo insalvable.
Antes de aquel cambio radical, antes del tormento incesante de su lobo, ella siempre había sentido que ocupaba un lugar especial, casi privilegiado, en el corazón de su primo. Eran confidentes, compañeros de juegos, cómplices de travesuras inocentes.
Pero cuando el lobo de Arturo despertó con su dolor y su búsqueda incesante, él se convirtió en un desconocido, una sombra de lo que había sido, envuelto en un tormento que ella no podía penetrar, por más que lo intentara.
Y Erika lo sabía. Sabía la verdad profunda, la que los demás no se atrevían a pronunciar ni a comprender en su totalidad.
Porque ella no era una chica cualquiera: era bruja. La magia fluía por sus venas, una herencia antigua de su linaje materno, un poder oculto y palpable.
Y gracias a su bola de cristal, a sus visiones nebulosas y a veces fragmentadas, había visto algo que nadie más conocía, una verdad que la atormentaba y, al mismo tiempo, la impulsaba con una fuerza implacable: Arturo había encontrado a su mate…
Su compañera, la verdadera compañera de su lobo, había sido solamente un susurro fugaz en la noche, una aparición etérea. No pudo ver claramente su rostro, ni su edad precisa, solo una sensación, una conexión innegable que vibraba en el universo.
Pero supo, con una certeza que helaba la sangre hasta los huesos, que el encuentro con su alma gemela lo había marcado para siempre, un destino irrevocable que él no podía eludir.
Desde entonces, Arturo se convirtió en un hombre frío y distante, envuelto en un aura de dolor que nadie, excepto quizás ella, podía comprender en su totalidad. Vivía en su propio infierno personal, un lugar al que Erika anhelaba acceder para liberarlo, para ser su salvación.
Erika deseaba curarlo, abrazarlo con la fuerza de su amor, ser su refugio seguro, el puerto donde su tormento pudiera calmarse, donde finalmente pudiera encontrar la paz.
Pero él nunca la dejó acercarse realmente. Las pocas veces que intentó consolarlo, él la apartó con palabras duras, hirientes, o con un silencio helado, más cortante que cualquier reproche. Su corazón se encogía ante cada rechazo, pero su determinación crecía, endureciéndose como el acero.
Cuando un año atrás sus padres, y los de Arturo, anunciaron su compromiso, pactado con la bendición de los ancianos y las antiguas costumbres, Erika sintió que todo cobraba sentido. Una esperanza nueva, aunque teñida de resignación y de una amarga verdad, se encendió en su pecho.
—Al fin podría ayudarlo, al fin podríamos ser felices, aunque fuera a mi manera—, pensó con una mezcla de anhelo y pragmatismo. Quería hacerlo feliz a cualquier precio, una verdad dolorosa y noble a la vez, aunque sabía que ella nunca sería la verdadera dueña de su corazón, de su alma lobuna, de su mate.
Miró su reflejo en el espejo, sus propios ojos azules encontrando los de su imagen, y acomodó con cuidado uno de sus mechones rebeldes que caía por su oreja. Su moño alto, elaborado y perfecto, y el velo de seda que cubría su rostro, completaban la imagen de una novia regia y, a sus propios ojos, sacrificada.
—Hoy es el día_, pensó, su voz interior resonando con una mezcla de esperanza y sombría resolución. —Hoy será mi esposo. Hoy comienza nuestra nueva vida. Nuestra vida juntos, cueste lo que cueste.
Pero en su pecho, el miedo, antiguo y persistente, seguía latiendo como un tambor amortiguado, un presagio inquietante que no podía ignorar.
Porque aunque Arturo cumpliera con el compromiso, aunque sus cuerpos se unieran ante la manada, Erika sabía que su alma, la esencia de su lobo, seguiría atrapada en un pasado que ella no podía tocar, en un vínculo que no podía romper por más que lo deseara.
Cerró los ojos por un instante, suplicando en silencio, rogando al destino con una intensidad desesperada: