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Después de tres horas surcando un mar caprichoso, el pequeño barco atracó finalmente en una costa rocosa y salvaje.
El viento húmedo traía un olor fuerte a algas y a tierra virgen, un aroma primario y desconocido. Esmeralda, junto a Marcelo, Lía y los ingenieros, desembarcó con paso firme, pero con el corazón latiendo con una fuerza inusual. Habían llegado a la misteriosa isla Lúmina.
A pesar de que el tiempo había amenazado con tormentas durante todo el trayecto, el capitán —un hombre curtido por el salitre y los años— logró maniobrar el barco con maestría. Los guio hábilmente por entre arrecifes ocultos y corrientes traicioneras hasta la seguridad de la costa.
Apenas pusieron pie en la arena negra, un viento húmedo y frío les azotó el rostro. El cielo estaba cubierto de nubes densas, tan oscuras como el bosque ancestral que se extendía frente a ellos, erigiéndose como un muro impenetrable de vegetación.
Esmeralda respiró hondo, un aliento cargado de la humedad del mar y de la tierra. Sintió un escalofrío recorrerle la espalda, una sensación de déjà vu inquietante.
Durante el viaje en barco, se había quedado dormida un par de veces, y cada vez despertaba con la misma sensación vívida: veía imágenes borrosas de cuando era una niña, sintiéndose mecida por un vaivén constante, envuelta en un abrigo cálido.
Escuchaba el latido poderoso del corazón de alguien que la sostenía con fuerza. También recordaba el frío intenso que le hacía temblar, y un cielo nocturno cubierto de nubes tan negras como las que ahora cubrían Lúmina.
¿Eran recuerdos reales… o solo sueños recurrentes?, se preguntaba mientras sus botas se hundían con un leve schlip en la arena húmeda. La línea entre la realidad y la memoria parecía desdibujarse en este lugar.
—¡Vamos! —gritó uno de los ingenieros al frente, con la voz apenas audible sobre el viento—. La marea volverá a subir en unas horas, debemos internarnos en el bosque mientras el paso esté seco. ¡No hay tiempo que perder!
Los ingenieros, con machetes relucientes en mano, comenzaron a abrir camino a través de la maleza densa y enredada.
Sus movimientos eran rápidos y coordinados; cada golpe certero a los arbustos despejaba un pequeño sendero por donde los demás podían avanzar, dejando tras de sí un rastro de hojas rotas y ramas partidas.
Marcelo se colocó al lado de Esmeralda, sus ojos llenos de emoción por la aventura y un toque de preocupación por ella.
—¿Estás bien? —preguntó, viendo su expresión ausente, casi etérea.
—Sí… —respondió ella, aunque su voz sonó más como un susurro apenas audible que el viento intentaba llevarse. Alzó la vista hacia el bosque que se abría, denso y misterioso, ante ellos—. Es solo que… este lugar… siento que lo conozco.
—¿Cómo podrías conocer un sitio del que nadie ha regresado para contarlo? —intervino Lía, que caminaba justo detrás de ellos, con la mochila bien sujeta a su espalda y una expresión de escepticismo.
—No lo sé —admitió Esmeralda, volviendo a mirar el mar detrás de ellos, como buscando respuestas en el horizonte lejano y brumoso—. Solo sé que hay algo aquí que necesito encontrar… algo que me falta, una pieza de mi propio rompecabezas, esto último lo susurro para sí.
Los sonidos rítmicos de los machetes cortando ramas gruesas, el canto lejano y extraño de aves desconocidas, y el murmullo constante del mar que rompía contra las rocas acompañaron sus primeros pasos dentro de la selva de Lúmina.
La humedad se volvió casi palpable, pegajosa, y el aire estaba cargado con un aroma denso a tierra mojada, a hojas en descomposición y a una flora exótica.
Uno de los ingenieros se volvió hacia ellos con una sonrisa confiada, aunque sus ojos denotaban cautela.
—Manténganse cerca. Aquí dentro es fácil perderse en la espesura. Y recuerden: si escuchan algo extraño, algo que no parezca natural, no se separen del grupo por ningún motivo.
Esmeralda sintió un cosquilleo en la nuca, una sensación de estar siendo observada. Se ajustó la mochila a la espalda y miró una vez más a sus amigos. Marcelo le dedicó una sonrisa tranquilizadora, un gesto de apoyo silencioso, mientras Lía revisaba el filo de su cuchillo con gesto serio y preparado.
El grupo se adentró más en la espesura. Cada paso parecía conducirlos a un mundo diferente, un lugar que respiraba secretos antiguos y donde cada sombra escondía un misterio. La aventura había comenzado de verdad… y nada volvería a ser igual para ninguno de ellos.
Mientras avanzaba detrás de los ingenieros, que abrían paso con machetes, Esmeralda sintió un dolor extraño apretándole el pecho, como si una mano invisible la sujetara con fuerza.
Su respiración se volvió pesada, y entonces, entre el rumor incesante del mar y el crujir de las hojas bajo sus botas, escuchó un susurro apenas audible, una voz que parecía surgir de lo más profundo de su mente, resonando en su consciencia:
“Eres la guardiana del Ilvayem… el mineral más importante de todo el mundo.”
Su corazón dio un vuelco violento. Sintió un escalofrío helado recorriéndole la espalda y no pudo evitar reírse en voz baja, una risa teñida de incredulidad, negando con la cabeza.
—Cada día estoy más loca… —murmuró, mientras Marcelo y Lía la miraban con extrañeza, sin entender su reacción.
—¡Vamos! —gritó uno de los ingenieros, señalando al cielo que se oscurecía rápidamente—. ¡Apresúrense, debemos montar las carpas antes de que caiga la lluvia! Miren esas nubes… esta isla nos está recibiendo de la peor manera. Se viene un chaparrón fuerte.
Los pasos se aceleraron, el ritmo frenético de la marcha los empujaba hacia adelante.
Algunos de los ingenieros caminaban con el miedo reflejado en sus rostros, con la piel pálida; otros con una emoción casi infantil, una mezcla de terror y fascinación ante el misterio que les aguardaba en esa selva.