Destinos cruzados. El lobo y la humana.

Capítulo 19: El Despertar de la Guardiana.

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Los muros ancestrales del castillo retumbaban con cada estallido de trueno que se colaba por las grietas de la tormenta desatada. Los pesados candelabros se sacudían violentamente, sus cristales tintineando con furia, mientras las cortinas ondeaban como banderas rotas, azotadas por el vendaval.

Los invitados, presos del pánico, gritaban o huían despavoridos hacia los rincones más lejanos del gran salón, buscando un refugio inútil. Erika, en el centro de la estancia, con los ojos inyectados en sangre y un aura oscura que hacía vibrar el aire a su alrededor, se alzaba como un monumento a la rabia.

—¡Maldito seas, Arturo! ¡Y maldita sea ella! —gritó Erika, su voz reverberando con un poder tan abrumador que hacía temblar el suelo bajo los pies de todos.

Un ventanal estalló detrás de ella, sus fragmentos de vidrio volaron como proyectiles, dejando entrar un vendaval helado que apagó varias antorchas, sumiendo parte del salón en una penumbra inestable.

Arturo sostuvo con más fuerza a Esmeralda, protegiéndola contra su pecho, pero sus piernas flaquearon cuando una ráfaga de energía mágica lo empujó hacia atrás con violencia.

Su lobo rugía en el interior de su pecho, deseando lanzarse sobre Erika, de proteger lo que era suyo, pero Arturo sabía que no podía dejar a Esmeralda indefensa, expuesta a la furia descontrolada.

—¡Erika, detente! —bramó Ángel, interponiéndose con desesperación, sus brazos extendidos en un intento fútil—. ¡Vas a destruirnos a todos! ¡El castillo! ¡La manada!

Pero la magia de Erika, desatada por el dolor y la humillación, ya no obedecía a nadie. Era una fuerza primaria, elemental.

Un remolino furioso de viento y chispas creció alrededor de la hechicera, un vórtice de poder incontrolable.

El techo crujió con sonidos ominosos, como si fuera a ceder en cualquier momento, amenazando con sepultarlos a todos. Un rayo cayó tan cerca que el castillo entero tembló hasta sus cimientos, enviando una onda de choque por el suelo.

*****🌙*****

Mientras el caos reinaba en el salón, Esmeralda estaba sumiéndose en un abismo profundo y silencioso, un lugar donde el tiempo no existía.
Cuando volvió a abrir los ojos, ya no estaba en el bosque ardiente ni sentía el peso aplastante del tronco sobre su cuerpo.

Se encontraba de pie en un claro envuelto en una bruma esmeralda, translúcida y brillante. Era un bosque distinto, donde la luz danzaba mágicamente, como si cada hoja emitiera un resplandor suave y vital.

El aire olía a tierra húmeda y a flores silvestres, un aroma que la llenaba de paz. Un silencio antiguo y reverencial reinaba allí.
Frente a ella, una mujer alta, vestida con un manto verde que parecía hecho de la misma niebla mística, la observaba con una intensidad penetrante.

Su largo cabello negro caía como un velo oscuro sobre sus hombros, enmarcando un rostro sereno con ojos verdes tan profundos y brillantes como las esmeraldas.

—Ven, acércate —dijo la mujer, su voz suave y cálida como un susurro del bosque, una caricia de viento—. No temas, no pienso hacerte daño, mi dulce niña.

Esmeralda tragó saliva, su cuerpo temblaba ligeramente mientras avanzaba un paso, luego otro. La mirada de la mujer la sostenía con un magnetismo hipnótico que le resultaba extrañamente familiar, como si la conociera desde siempre, desde antes del tiempo.

—¿Sabes quién soy? —preguntó la mujer con una leve, casi imperceptible, sonrisa que iluminó su rostro.

Esmeralda dudó. La estudiaba con el corazón latiendo con fuerza en su pecho, como si algo en su alma, en lo más profundo de su ser, reconociera a aquella figura, a esa esencia.

—No… no lo sé… —murmuró, aunque su voz apenas le pertenecía, como si fuera prestada.

La mujer alzó una mano con un gesto elegante. Al instante, el bosque se llenó de imágenes que flotaban a su alrededor como visiones en un espejo de agua, escenas de un pasado olvidado: un bebé recién nacido envuelto en mantas andrajosas, una joven madre que lo acunaba con desesperación mientras las lágrimas surcaban sus mejillas.

Un hombre de mirada fría y calculadora. Un grito desgarrador. Un destello rojo de sangre brotando por los labios de Samanta.

—Soy Samanta… tu madre —dijo la mujer con voz rota por el dolor contenido, por una pena milenaria—. Te perdí cuando eras solo una bebé, mi pequeña. Tu padre, Elías, nos separó por avaricia. Él también era un ingeniero, pero su obsesión no era la ciencia, ni el conocimiento… solo quería poseer esto.

Samanta alzó la mano nuevamente, y, como si el aire se rasgara, mostró un destello: un fragmento de piedra translúcida que latía con un pulso propio, como un corazón vivo. La joya del Ilvayem.

—Esta joya es más que un mineral, Esmeralda. Es el corazón de esta isla, su esencia misma, y yo… yo fui su guardiana antes que tú —continuó Samanta con tristeza, una melancolía que teñía sus palabras—. Tu padre, cegado por el deseo de dominar su poder, y por eso… me mató.
Esmeralda llevó una mano a sus labios, ahogando un sollozo ahogado.

—No… eso no puede ser… —balbuceó, sintiendo que el suelo se le escapaba bajo los pies, que su realidad se desmoronaba.

—Es verdad, mi niña —susurró Samanta, acercándose hasta que sus rostros casi se rozaban, una intimidad que Esmeralda no había conocido—. Tú eres la nueva guardiana. Tu destino es proteger este lugar… es tu hogar, Esmeralda, tu herencia. Y no solo eso: eres una bruja poderosa. Una de las últimas de nuestro linaje ancestral.

Las palabras retumbaban en los oídos de Esmeralda como un eco imposible de ignorar, una verdad que había estado dormida dentro de ella.

—¡Pero tengo miles de preguntas! y no entiendo, ¿cómo voy a controlar este poder? —preguntó con voz temblorosa, la magnitud de la revelación abrumándola—. No sé nada de magia. Ni siquiera sabía que existía, ¿realmente eres mi madre? ¡Somos tan idénticas!…




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