Destinos cruzados. El lobo y la humana.

Capítulo 20: Promesas en Silencio.

*****🌙*****

La tensión en el gran salón se cortaba como un cuchillo afilado. Daniel, el padre de Erika, la tomó con firmeza del brazo, sus dedos apretando su piel, mientras Estefanía, su madre, la rodeaba por los hombros en un intento de consuelo.

Erika, con el rostro surcado por un torrente de lágrimas, el corazón latiendo desbocado contra sus costillas y la dignidad hecha trizas, apenas podía arrastrar los pies mientras sus padres la alejaban de la escena.

Sus pasos, pesados y arrastrados, resonaron en el silencio sepulcral del salón, interrumpidos solo por sus sollozos ahogados y murmullos que se apagaban a su paso como ecos fantasmales de una tragedia que todos querían olvidar, borrar de sus mentes.

—No… no… —balbuceó Erika, aferrándose a la desesperación, mirando hacia atrás con los ojos suplicantes mientras Arturo le sonreía a Esmeralda con una ternura que le desgarraba el alma—. ¡No permitiré que me lo quite…! ¡No a él!

—Shhh… —susurró Estefanía, abrazándola con fuerza maternal mientras la guiaba fuera del palacio, lejos de la humillación—. Ven, mi niña… ven. El corazón debe sanar lejos de donde se rompió, lejos de este lugar.

—Pobre criatura... —murmuró una anciana de cabello plateado, con una sonrisa torcida—. Cuando una herida así se deja abierta… lo único que nace de ella es sombra. Ojalá no despierte algo peor.

—Era una princesa… —comentó una joven loba con voz temblorosa—. Ahora solo queda la vergüenza.

—Yo la vi crecer —dijo un anciano desde la sombra de una columna—. Siempre tan orgullosa… ¿quién pensaría que terminaría humillada así?

—¡Cállense! —susurró una madre loba, apretando a su hijo contra su pecho—. ¡No la provoquen más! ¿No ven esa mirada? No olvidará esto…

—Me da miedo —dijo un adolescente apenas audible, con los ojos fijos en ella—. Su aura cambió… hay oscuridad en ella. Está naciendo algo que no conocemos.

Erika los escuchaba a todos. Cada palabra era un cuchillo que se clavaba en su carne, un latido oscuro que retumbaba en su pecho. No podía alzar la vista, pero tampoco necesitaba verlos para sentir el veneno que brotaba a su alrededor. Sus lágrimas ardían, no solo por la humillación, sino por el odio que empezaba a gestarse en su interior.

La rabia se enroscó como una serpiente en su estómago.

"Se burlan de mí… todos."

"Me dieron la espalda… incluso él."

"No será el final. No."

Mientras sus padres la guiaban hacia las puertas del palacio, Erika, en silencio, juró algo que ni el viento se atrevió a repetir.

Volvería.

Y cuando lo hiciera, todos se arrodillarían.

Cuando la gran puerta de hierro del castillo, arreglada hace unos minutos se cerró con un eco metálico tras ellos, un silencio casi sagrado llenó el gran salón.

El aire aún olía a ozono, a magia quemada y a ceniza, como si los elementos hubieran dejado su huella imborrable, la resaca de una batalla.

Nadie se atrevía a decir algo más, como si cualquier palabra pudiera profanar la magnitud de lo que acababa de revelarse.

Milagro, con un temple que solo una madre de un alfa podía poseer, una calma forjada en el deber, se acercó a Esmeralda.

Sus manos temblaron apenas al tomarla por los hombros, un gesto de fragilidad inesperada, pero sus ojos brillaban con una compasión profunda y un orgullo contenido, casi reverencial.

—Ven conmigo —dijo con voz cálida, una invitación a la intimidad, y con delicadeza la condujo por las majestuosas escaleras de mármol hasta una de las habitaciones principales del castillo, un refugio de paz.

El camino fue silencioso, solo el leve murmullo de una brisa que se colaba por las ventanas sustituía la furia anterior de la lluvia, que ya no caía.

Una vez dentro, la habitación estaba envuelta en una penumbra serena, con cortinas pesadas.

Milagro la ayudó a quitarse la ropa empapada y la llevó al baño, donde una bañera esperaba. El agua caliente cayó como un bálsamo reconfortante sobre su piel, lavando el barro, el miedo… y quizás, de forma simbólica, parte del pasado traumático.

El vapor llenó el lugar, envolviéndolas en una quietud que contrastaba violentamente con el caos vivido apenas unos minutos antes.

Cuando Esmeralda salió del baño, Milagro le ofreció una bata suave de lino blanco y la ayudó a secarse el cabello con delicadeza, como si fuera su propia hija.

Luego se sentaron juntas al borde de la cama, y Milagro tomó su mano con una ternura que solo una madre puede ofrecer, una conexión instantánea.

—Cuéntame… —dijo Milagro con un hilo de voz, casi un susurro—. ¿Dónde estuviste todo este tiempo, Esmeralda? ¿Qué te pasó desde aquella noche?

Esmeralda inspiró profundo, el peso de las palabras que estaban a punto de salir. Sus ojos verdes brillaron con una tristeza antigua, un eco de memorias perdidas.

—Señora… ¿de dónde usted me conoce? Yo… no la recuerdo —murmuró con desconcierto, su voz cargada de una extraña familiaridad con el dolor.

Milagro le sonrió con dulzura, aunque en su mirada bailaba una sombra de dolor, de un pasado compartido que solo ella recordaba.

—Mi hijo te encontró en medio de nuestro bosque, cuando eras solo una niña de diez años —le explicó, su voz suave y llena de matices—. Fue en medio de una balacera. Todos los ingenieros y obreros humanos murieron esa noche. Los que buscaban el mineral... al no conseguirlo después de dos años búsqueda, masacraron a todos los que vivían en aquel campamento. Arturo te salvó. Te sacó de allí y te escondió, arriesgando su propia vida. Lo más probable es que estuvieras con un familiar, quizá tu padre. Por eso estabas en esta isla.

Esmeralda bajó la mirada, confundida, las piezas de un rompecabezas incompleto comenzando a moverse en su mente.

—Realmente no recuerdo nada de eso. Solo tengo memoria desde el día en que llegué al orfanato. Tenía diez años. La isla donde viví queda a casi ocho horas de aquí —comenzó, su voz trémula, un eco de vulnerabilidad—. Allí crecí, sin saber de dónde venía. Estudié con mucho esfuerzo, me esforcé por salir adelante. Cuando cumplí quince años, gracias a mis excelentes notas me aceptaron en la universidad. Elegí ingeniería en minas, sin saber que esa decisión, irónicamente, me devolvería aquí.




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